Para Pepe Yerena

“No todos los tiempos se dan artistas como José Luis Cuevas. De no haber existido yo, quizá la pintura mexicana hubiera tomado otros rumbos distintos y habría caído en un estado de letargo”. El enfant terrible de la plástica mexicana nunca tuvo pelos en la lengua, ni siquiera para citarse a sí mismo, como reconoció en 2015 en la presentación de su libro Cartas amorosas a Beatriz del Carmen: “Parece pretencioso –remató–, pero es una realidad”. El libro pictográfico que presentó por varias ciudades de México se conforma de 183 cartas ilustradas por el artista de la Generación de la ruptura, todas dirigidas a su esposa con el mismo epígrafe: “A mi amada Beatriz del Carmen”, con quien se casó 15 veces por diversos rituales y de quien dijo: “El verdadero amor lo vine a descubrir con Beatriz del Carmen. Ella trajo algo importante a mí: me ayudó a descubrir el color de mis ojos”. Entrado al club de los octogenarios y luego de su último matrimonio, atrás quedaron las guapezas del José Luis Cuevas fanfarrón, cuando contaba haber conocido 608 mujeres que le habían escrito 15 mil 589 cartas entre todas y sólo 12 no le habían hecho insinuaciones sexuales. Que había sido besado 2 mil 386 veces de manera subrepticia en las calles y se había liado a puñetazos en 43 ocasiones. Que tres veces había estado al borde de la muerte y se tomó 393 electrocardiogramas. Ególatra, hierático, payaso, conquistador, monstruo, sensual, excesivo, galán, provocador, mitómano, bravucón, pueril, un Don Juan, gran artista y pésimo pintor. De todo fue etiquetado. Pero a sus ochenta y tantos años (nació en la ciudad de México el martes 26 de febrero de 1931, aunque no existe certeza del años de su nacimiento) todavía sostenía que no había perdido nada del joven rebelde que fue y sólo tenía dos preocupaciones que le infundían miedo: la muerte y el fracaso. Incluso, en una ocasión, le dijo a su esposa fallecida, Bertha, que deseaba fracasar aunque fuera una vez para ver que se sentía. El otro desasosiego de José Luis Cuevas, la muerte, lo experimentó ese lunes 3 de julio al morir en un hospital de la ciudad de México y con él muere también el último artista representante de la Generación de la Ruptura. Pintor, dibujante, grabador, ilustrador, escultor y hasta escritor (deslumbró con sus escritos aunque en fechas recientes fue acusado de que su protector José Gómez Sicre le escribía los textos, a lo que uno de sus editores en el suplemento sábado, Huberto Batis, lo llevó a declarar a El Universal: “Decíamos (con Fernando Benítez) que no podía ser tan buen escritor”). Expresionista por influencia de José Clemente Orozco, a quien sólo vio una vez, fue el enfant terrible de la plástica mexicana. Héroe de mil batallas que nunca supo lo que fue derramar una lágrima (“Es sano llorar; por eso las mujeres son más longevas que los hombres. Las mujeres lloran a la menor provocación. No hay día en que una mujer no llore. Los hombres no lloramos porque tenemos muchos prejuicios machistas. Yo tenía un padre que era el clásico machista y en mi infancia él siempre me decía: los hombres no lloran”). Tampoco era nostálgico (“La nostalgia surge cuando el presente es poco interesante”). Tuvo una época de ateísmo: en 1977 muere su madre y dejó de creer en Dios, pero volvió a ser creyente, más o menos a mediados de los años 90: mientras preparaba una exposición en Sevilla (España) recorría las iglesias y entraba pero no por devoción, sino para observar su estética, y en una ocasión entró a una que le rinde culto a la Virgen del Rocío, llegó al altar, se arrodilló, rezó el Ave María, porque no se le había olvidado rezar, y salió creyente de nuevo. Aunque se decía pornógrafo de corazón (“Todos aquellos que no se sientan excitados sexualmente, para mí resultará un fracaso, porque mi intención es que mi obra erótica despierte una excitación sexual en los espectadores”), nada más lo excitaba el acto sexual. De hecho su cama la definía como un ring en el que se llevaron a cabo muchísimas batallas sexuales y eróticas y de las que siempre resultó ganador. A su edad ya avanzada (“Alguna vez me preguntaron si usaba Viagra y yo respondí que no, que lo que ando buscando es un antídoto”) no era un apóstol pero “ahora sí” le rendía culto a la fidelidad por su esposa Beatriz del Carmen, con quien compartía su vida las 24 horas del día. Por eso las mujeres, a las cuales fue adicto, cuando lo buscaban ya no lo encontraban. Una adicción que nunca se quitó fue el cigarro, quizá la única, porque de alcohol, cero. Se ha emborrachó dos veces en su vida y fue por error, en El Floridita, el bar de La Habana que frecuentaba Hemingway, en un día muy acalorado se tomó cuatro raspados que después se dio cuenta que eran daiquirís. Esa fue su primera borrachera. También se decía un gran lector con preferencia por el Marqués de Sade sobre Georges Bataille, a quienes ilustró su obra junto con las de Quevedo y Kafka, y con una clara inclinación por los libros que tratan sobre mujeres adúlteras, como Madame Bovary, de Gustav Flaubert; Ana Karenina, de León Tolstoi, y El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, los que gustaba de releer de vez en cuando. Entre los extintos escenarios del table dance y el burlesque, extrañaba más a éste porque en el burlesque no sólo se podía ver a mujeres desnudas, sino que también era un lugar de diversión en donde había espectáculos cómicos, como el de su admirado Palillo. Sus películas favoritas de todos los tiempos era Intolerancia, una joya del cine mudo dirigida por D.W. Griffith, y ya del cine hablado le gustaba mucho El ciudadano Kane, de Orson Welles; Casablanca, de Michael Curtiz, y una película mexicana de los años 30 que le parece sorprendente: La mancha de sangre, de Adolfo Best Maugard. Encontró su vocación de pintor desde la infancia, al descubrirse en un espejo que colgaba en la sala de la fábrica de papel y lápices donde su abuelo Adalberto era administrador. Allí comenzó su obsesión por el autorretrato y el primero lo hizo a los cinco años de edad. Desde entonces no hubo día que no se contemplara en un espejo y se dibujara, pues siempre dijo que no encontraba otro ser más hermoso que él. Su carrera internacional la emprendió en Washington, en 1954, con una exposición de dibujos de enfermos mentales (“Con una entrevista, Time Magazine fue la revista que me abrió las puertas del mundo. Hubo muchas cartas alrededor de lo mío, llamó la atención que alguien de 20 años pintara cosas tan terribles y dijera en la entrevista cosas bastante impactantes. Desde entonces demostré mi habilidad para manejar los medios”). Después vinieron París, Nueva York y todo el planeta donde aseguraba que era conocido, aclamado y alabado por su trabajo. No había personaje del mundo cultural, social y político del orbe que no fuera su amigo y admirador. Él admiraba a Lázaro Cárdenas por haber sido durante su mandato como Presidente, su época infantil, un gran promotor de la cultura. Siempre comulgó con el PRI, pero también con el PAN debido a su cercanía con Felipe Calderón (“Antes no la tenía, por la poca simpatía que me inspiraba el PAN, pero al conocerlo cambió mi impresión”), a quien conoció cuando en Colima tuvo un problema con un presidente municipal panista que dañó una de sus esculturas por considerarla inmoral y Calderón lo invitó a su oficina, donde le dijo que no estaba de acuerdo con la actitud del alcalde de su partido y le ofreció todo su apoyo. Después lo visitó ya como presidente, lo que le valió la animadversión del candidato del PRD (“A Vicente Rojo, Gilberto Aceves Navarro y a mí nos pidieron que hiciéramos un dibujo para ampliarlo y ponerlo en unos pendones en la fachada del palacio de gobierno. Por esos días es cuando Calderón me llamó a su oficina. Cuando López Obrador se enteró de inmediato ordenó quitar mis dibujos. Se portó absolutamente intolerante. Estuve media hora con Calderón y él lo tomó como una traición”). Esas son sus incursiones en la política mexicana, de la que siempre habla de acuerdo a los vientos, además de haber sido candidato perdedor a diputado federal por el Partido Alianza Ciudadana en 2003. Luego prefirió dedicar todo su tiempo a lo que le gusta y sabe hacer: dibujar, ilustrar y pintar, porque lo distraía del gran miedo a la muerte que siempre tuvo, ante la idea de dejar de existir, de ser mortal, que no era una idea que le surgió con la edad, sino que venía desde su infancia, quizá por el hecho de que cuando tenía diez años estuvo muy enfermo de fiebre reumática, lo que le obligó a guardar cama durante mucho tiempo y le surgió la conciencia de que podía morir en cualquier momento. Incluso tenía la amarga idea de que moriría siendo niño, de que no iba a llegar a la adolescencia, a otras etapas de la vida. Entonces, a partir de esa edad comenzó a reflexionar sobre la muerte y hasta su último aliento le atormentó. No había día que no pensara en ella. El hecho de dejar de existir de pronto y abandonar su pintura, el último dibujo, le atormentaba. Incluso, una vez le leyeron el tarot dos personas: una le dijo que viviría 107 años y la otra 110, y siempre ddecía que ojalá la segunda fuera la que tenía razón. Por eso, ese mito llamado José Luis Cuevas, también escribía.

Todos somos Cuevas

El pintor también es escritor. Cuevas por Cuevas, Cuevas contra Cuevas y Cuevario, son algunos de sus libros. De hecho, el crítico de arte Jaime Moreno Villarreal ha dicho que José Luis Cuevas era un gran lector de literatura, así como un escritor excepcional, cuyas cualidades sobrepasan a veces a las de los creadores profesionales, que era un autor de éxito, cuyos libros se venden muy bien, su columna Cuevario se lee mucho y su obra gráfica mantiene estrechas ligas con la escritura de Kafka y Sade. Y es que desde joven cuidó siempre que los escritores y poetas vertieran en él sus consejos, por lo que gozó siempre de la estimación literaria de Carpentier, Mandriargues, Fuentes, Monsiváis, Fernando Benítez y, sobre todo, Paz (Una risa, / Como un aullido / Desde el fondo del tiempo / Desde el fondo del niño / Cada día / José Luis dibuja nuestra herida). La astrónoma Julieta Fierro lo distinguió en un artículo titulado El mundo según Cuevas, incluido en el libro José Luis Cuevas visto por los escritores, ese que habla de las cientos de mujeres y las miles de cartas de amor y sexo y en el que participaron 96 escritores y amigos del pintor con 121 textos, donde dice: “Mientras que muchos pintores ignoran a la literatura y algunos hasta la rechazan y reniegan de cualquier parentesco con el arte que se hace con palabras, Cuevas la ama, la coteja, la ronda, la enamora y se deja llevar por ella. Se identifica tanto con la literatura que insiste en expresarse, una y otra vez, a través de la palabra y a ratos se siente más deudor de escritores que de pintores”. Eso es cierto porque la obra de Cuevas reúne a distintos seres que, en su mayoría, podría decirse que son de extracción literaria. Sus lienzos están habitados por monstruos engendrados a partir de los sueños, las fantasías, el surrealismo, el deseo, la locura y la muerte. Para Juan García Ponce “es casi imposible hablar de las obras de Cuevas en términos de composición en el sentido aceptado y tradicional. En sus cuadros nos encontramos en muchas ocasiones frente a diversas figuras, pero esas figuras no se relacionan entre sí, no se miran ni tampoco forman una composición; están allí, aisladas y solitarias, cerradas cada una en su propia deformidad, en la apariencia monstruosa y melancólica que el artista les ha otorgado sin ni siquiera preocuparse de encontrar un espacio preciso para su existencia precaria”. Octavio Paz describía así sus pasos creativos: “Sus miembros más especializados y eficaces son los ojos y las manos. Los ojos están adaptados a tres funciones: clavar, inmovilizar y despedazar. El artista clava con la mirada a su víctima, real o imaginaria; a continuación la inmoviliza en la postura más conveniente e, inmediatamente, procede a cortarla en porciones pequeñas para devorarla. Canibalismo ritual… Las manos, especialmente la derecha, completan la operación. Provista de un lápiz o un pincel, guiada por los ojos e inspirada por la imaginación, la mano traza sobre el papel figuras y formas que, de una manera imprevisible, corresponden a la víctima, pero ya transfigurada y vuelta otra. Esta segunda parte de la operación consiste simplemente en la resurrección de la víctima, convertida en obra de arte. Cazador solitario, sus hábitos son nocturnos; su retina es extrasensitiva por la presencia de una crecida dosis de imaginación que la hace brillar en la oscuridad como si fuese un faro”. Y el pintor de la corriente llamada neofigurativismo también fue Doctor, Honoris causa. Con el de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), que por primera vez se otorgó a un pintor, fueron tres los doctorados que recibió junto con los de las universidades de Sinaloa y Veracruz. También obtuvo la Orden Rubén Darío en Nicaragua y la Orden de Caballero de las Artes y de las Letras de la República Francesa. “Es quizá un gesto de complicidad el que nos lleva a reconocer públicamente el valor de un artista que no ha querido dejar de buscar, que no se cansa, que se sigue moviendo y que sigue haciendo de su obra una búsqueda en el tiempo y por el tiempo”, dijo entonces el rector general de la UAM, José Lema Labadie. Y es que como decía el poeta Paz de él, quien lo definía como una particular especie animal: puma, león mexicano o gato montés: Felis concolor, atacado por los críticos y otros chacales, destaca su velocidad, pero también su equilibrio. Sus movimientos son rápidos y bien coordinados. Su ágil imaginación se complementa con su sentido del equilibrio: cuando salta para dar el zarpazo o se precipita de una altura, cae siempre de pie. Así es era Doctor Cuevas, quien hace casi cuatro décadas plasmó de su puño y letra una serie de reflexiones en una autoentrevista, en la que da cuenta de amores, odios y convicciones que en ese tiempo le obsesionaban. En 2009, en ocasión de un aniversario de su natalicio, el Conaculta lo recordó a través de un revelador texto conservado por la periodista Ana Maria Longi. Con preguntas escritas por el propio Cuevas en manuscrito y respondidas por él mismo en letra de molde, el documento da cuenta de algunos rasgos de su personalidad. ¿Qué odia Cuevas y qué ama de sí mismo?, se preguntó entonces y el mismo se respondió: “Odio mi salud precaria, mis arterias en estado de ebullición que me obligan a frenar con cierta frecuencia mis impulsos. Odio a mi corazón cuando se acelera y me advierte su presencia con esas punzadas en la parte de mi cuerpo que lo alberga. Odio todo aquello que me limita. Un corazón enfermo le impide a uno dar rienda suelta a sus sueños. Recuerdo que hace unos años estaba participando en una mesa redonda en la Casa del Lago. Mi intervención recibió de inmediato una reacción en mi contra del público, surgieron injurias o bien protestas airadas. Raquel Tibol se levantó para refutarme, lo hizo en un tono agresivo, yo la escuchaba y me preparaba para contraatacar. De pronto sentí pinchazos en la zona del pecho y me faltaba el aire. Me asusté. Dejé de prestar atención a lo que decían. Me preocupaba tan solo mi malestar físico y temía ser fulminado por un infarto. Me levanté y abandoné la sala en medio de silbidos. Mi corazón me hizo una mala jugada y le dio el triunfo a mis opositores. Ahora me referiré a lo que amo de mí. Amo mis manos (las dos porque soy ambidiestro) Amo mi paladar y mi lengua que me permiten disfrutar de sabores y texturas. Amo mis ojos porque muy a menudo me permiten ver lo que otros no ven. De los días amo todo, desde que comienzan a salir los primeros rayos del sol, sin embargo conforme pasan las horas comienzo a odiar mi hipocondría. Suelo leer muchos libros de medicina. Hago muchas llamadas al doctor Césarman que es también un buen amigo. Observo mi presión arterial a diario y constantemente equivoco los diagnósticos. Basta que observe una mancha en mi piel o note una leve protuberancia para que imagine un cáncer. El más ligero dolor en la zona del corazón me lleva a la certidumbre de que el infarto se anuncia. Vivo en una constante agonía. Sólo la muerte pondrá término a esta mi angustia de sentirme enfermo”. ¿Cuál será mi último dibujo?, se preguntaba José Luis Cuevas, con el escalofrío que le provocaba pensar en la muerte, y, sin atajos, se respondía: “Cuando llegue el final quiero ser mi última obra”.