Habían pasado varios días desde nuestra última conversación, hasta que el Gurú se presentó nuevamente en la cafetería en la que usualmente nos veíamos: un bonito lugar en pleno centro de la ciudad, lleno de hombres y mujeres de negocios, de reporteros en busca de una noticia y de y de cafetómanos consuetudinarios.
Lleno también el lugar de personas desocupadas y de políticos (que es decir lo mismo).
—Hola, cómo estás, Saltita. Yo vengo cansadísimo y renovado al mismo tiempo, después de un viaje relámpago que hice al viejo continente. Estuve unos cuantos días en el mero centro de Europa, en dos países de la comunidad europea que singularmente no usan el euro como su moneda corriente: en Hungría y sus florines y en la República Checa y sus coronas. Te presumo que nadé en las aguas del río
Moldava en Praga y que me dejé abrazar por las aguas del Danubio -que no es azul- en la parte que discurre entre Buda y Pest, las dos ciudades unidas más que separadas por el legendario río que hizo inmortal Johann Strauss, hijo, con su En el bello Danubio azul, el más famoso de sus 400 valses registrados. Hasta me aprendí el nombre original en alemán: An der schönen blauen Donau.
—Caray, maestro, qué sorpresa… digo, lo de su ida intempestiva a Europa. ¿A qué se debió el viaje?
—Nada, que una amiga se fue a vivir allá y me invitó a que pasara unos días con ella y su esposo, lo que hice con mucho gusto. Ya te iré contando del viaje. Pero de regreso a casa, quedamos pendientes con un tema (más bien dos, encontrados). No pienses que me olvidé.
—¡Buena memoria! —abundé—. Yo lo recuerdo porque lo dejé escrito el pendiente en mi libreta: aquí dice simplemente “Envidia y agradecimiento”.
—Envidia… agradecimiento… Qué sentimientos tan fuertes y tan dispares. Si pensáramos en todo lo que ha movido la envidia a lo largo de la historia de la humanidad nos quedaríamos sorprendidos, y no gratamente. Aquí recuerdo a Montesquieu, que decía que el problema es que el envidioso siempre piensa que el envidiado está cien o mil veces mejor de lo que está realmente. Así que es un sentimiento que se alimenta a sí mismo con un rencor tan malsano como fuera de la realidad.
—Cierto —acoté sólo para no quedarme callado.
—Cuántas noches de insomnio pasa el rencoroso pensando que su odiado está disfrutando las mieles de la fortuna, del poder, del éxito, cuando el otro discurre por una vida normal, con sus altas y sus bajas, sus alegrías y tristezas, sus triunfos y fracasos (que son unos advenedizos, decía Kipling), como le sucede a cada ser humano. La envidia corroe, quema como la voz de Villaurrutia (“y mi voz que madura, y mi voz quemadura, y mi bosque madura y mi voz quema dura”) y acaba con el que sufre este mal tan espantoso. El envidioso vive una vida de infierno, y su resentimiento le echa a perder la vida.
—Y a cambio, el agradecido debe vivir mejor…
—Claro, mi querido discípulo. Es de buenas personas saber agradecer, aun cuando haya una corriente en contra de esta buena costumbre. Hay mucha gente que considera que agradecer implica un compromiso, que sería devolver de alguna forma el bien recibido, ya sea en especie o con una acción. En este mundo desigual, hay muchos que tienen muy poco o no tienen nada, y llegan a pensar por eso que no tienen ningún valor como personas. Si reciben un bien, siempre creen que es inmerecido, y están seguros de que nunca podrán retribuirlo, por eso no lo agradecen.
—Por eso hay tanto malagradecido… —dije por decir algo.
—Agradecer es para los mejores, para los magníficos, para los buenos. Nobleza obliga a quienes la tienen, pero lo cierto es que son muy pocos en esta sociedad enferma, malsana, consumida por la violencia, la contaminación y las adicciones. Tal vez te estoy dando una visión apocalíptica de nuestro mundo, pero es que las cosas están mal, muy mal…
Los dos nos quedamos mirando hacia ningún lugar, acongojados en el pensamiento por nuestra realidad, hasta que el poderoso intelecto del maestro desembocó en una frase colofonaria:
—Es triste y desastroso nuestro mundo… y sin embargo se mueve.
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