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SinEmbargo/TICBeat

Cuando acudimos a un supermercado, los alimentos están hábilmente dispuestos para que te lances a por ellos, gracias a las nociones de neuromarketing que sacan provecho al olor, forma, color y otras características de los productos. Desde Business Insider apuntan a que, sin ir más lejos, en un supermercado norteamericano promedio pueden encontrarse cerca de 40 mil productos disponibles.

Seguramente hayas sucumbido en muchas ocasiones a ofertas suculentas que no necesitas o que no tenías pensado adquirir. Probablemente en tu carro hayan acabado bolsas de patatas fritas, snacks y tabletas de chocolate. Detrás de la adicción a determinados alimentos, especialmente aquellos con altos índices de grasa, azúcar y sal, es similar a otras adicciones como al alcohol, también caracterizado por la elevada disponibilidad, los precios asequibles, los descuentos frecuentes y la cronificación de su consumo.

Una investigación reciente de la Universidad de Dalhousie mostraba cómo la cultura alimentaria insalubre impregna la sociedad, presentando una trampa por la cual el entorno predispone a la mala alimentación y dificulta el acceso a productos sanos, pero se encarga de insuflar sentimientos de culpa y vergüenza por el “crimen” de subir de peso y descuidar la salud, enmarcando la obesidad como un fenómeno vinculado a la responsabilidad personal y por tanto, siendo resultado de la gula, la pereza o la falta de voluntad.

La Universidad de Dalhousie estudió la relación entre la obesidad y las prácticas publicitarias que implican todos los sentidos. Foto: Especial.

Por ello, las iniciativas como los impuestos sobre las bebidas azucaradas son calificadas por los fabricantes como acciones de un “estado niñera” que infantiliza a los consumidores. Las marcas de comida rápida minimizan el impacto de los alimentos y bebidas procesadas, apuntando hacia la falta de ejercicio como factor principal de obesidad.

Autoras como Sara Kirk y Jessie-Lee McIsaac proponen replantear el debate en torno a la industria alimentaria moderna, comparándola en un artículo con la trampa criminal -la práctica denominada “criminal entrapment”-, por la que el acusado debe demostrar que no estaba dispuesto a cometer el delito antes de ser inducido a hacerlo y que la idea provino de agentes de la ley, que se valieron para ello de tácticas coercitivas o persuasivas-.

En su comparación, la industria alimentaria predispone al sobreconsumo, del que depende su modelo de negocio. Para la comercialización emplea tácticas persuasivas como la colocación de producto prioritaria, los descuentos de última hora, los repartos gratis o el 2×1. Sus sabores potenciados por productos químicos y exhaustivamente calculados y su potente promoción empujan a su consumo, pese a que es habitual que sus nutrientes sean mucho más pobres y escasos que otras alternativas de alimentación saludable.

Sara Kirk y Jessie-Lee McIsaac relacionan la trampa con el delito de sobreconsumo, cometido de forma inconsciente tras la exposición a la manipulación ambiental. La idea de cometerla proviene de la industria alimentaria, que se sirve de técnicas persuasivas. Son diversas investigaciones como la citada que proponen repensar los patrones de consumo y exigir que la industria gire hacia patrones y modelos más saludables, menos tendentes al sobreconsumo y más centrados en la lucha contra las enfermedades y la alimentación equilibrada.