Perdón, sé que fue un acto irracional, un impulso irreprimible que en ese momento –muchos momentos- no supe derivar, fui incapaz de dar salida a mi furia de otra manera, al fin y al cabo ella qué culpa tenía, al contrario, desde el primer momento me amparó con una generosidad notable. Ella siempre ha tenido para dar de más a todo aquel que se ha acercado a ella y le ha solicitado su regazo, ese manto inacabable que ha alcanzado para todos. Aun así, con pena lo reconozco, fui un ingrato, un osado y muchas, pero muchas veces le menté la madre. Estoy arrepentido.
Y no quiero justificar mi desagradecimiento, pero solo el que la ha vivido, la ha padecido, la ha sufrido, pero también la ha gozado, disfrutado y ha dado gracias por tener un tesoro como lo es la Gran Ciudad de México, sabe lo que significa esa enorme urbe de concreto, en las buenas y en las malas. Esa maravillosa ciudad es nuestra y de nadie más, es de todos los mexicanos, porque ella, con su maravilloso Centro Histórico, reconocido por la UNESCO como Patrimonio Cultural Mundial de la Humanidad –para acabar pronto, ni Madrid tiene ese título-, con su magnificente Palacio Nacional, con la monumental Catedral Metropolitana (Asunción de la Santísima Virgen María a los cielos) en cuyo proceso constructivo participó el arquitecto coatepecano, José Cosme Damián Ortiz de Castro y con ese Zócalo, la Plaza Mayor, pocos en el mundo como él.
Pocas en el mundo como esta Gran Ciudad, con sus cosas buenas y malas, que da y quita, pero al fin es más lo que te da, que lo que te quita. En ella aprendí lo que es subirse a un camión de transporte colectivo e ir colgado del estribo, agarrado con las uñas, materialmente jugándose la vida. En ella también supe lo que es formarse en la estación de autobuses de Taxqueña a esperar impacientemente un camión o una “pesera” a las 5 de la mañana con una temperatura de 7 u 8 grados C, o viceversa, para regresar a casa, en esa misma estación que ya muy tarde se pone como boca de lobo y esperar con zozobra al último camión que me dejara lo más cercanamente posible de mi morada cuando vivía por los rumbos de Villa Coapa, cuando esta zona de la ciudad apenas empezaba a despuntar urbanísticamente hablando y era zona de pastoreo de ganado lechero y establos.
Y cómo no le iba a mentar la madre si en ella me asaltaron cuatro veces, dejándome en una muy lastimado por los golpes recibidos (dos costillas rotas), todo para quitarme 50 pesos. Pero ese era el riesgo que conllevaba vivir en esa urbe, ese era el costo que tenía uno que pagar con todo y el terrorífico temblor del 19 de septiembre del 85, con todo el miedo que daba caminar a deshoras por algunas calles de las cuales podía uno no salir vivo. Viví 8 años en la capital, y a pesar de muchos sinsabores han sido los años más maravillosos de mi vida quitando mi etapa de cuando me convertí en el padre de mis hijos.
La ciudad de México hay que vivirla, con todo lo bueno y lo malo que tiene. Hay que disfrutarla, vivirla es en sí una escuela que nos asienta como mexicanos, que nos acaba de formar, que nos da cultura, que nos da armas para la vida, debería ser una condición para todos los mexicanos pasar una temporada larga en la capital, les garantizo que es una escuela esta experiencia.
Por eso me duele tanto la forma en que este sismo se ha ensañado con ella y con su noble gente. Es una consigna inmerecida e injusta aquella de “haz patria, mata un chilango”, la gente de la Ciudad de México por el simple hecho de vivir en la capital se la rifa todos los días. Por eso yo soy un convencido del pasaje que narra la historia de la fundación de la Gran Tenochtitlan: “Ve ahí donde enterraste el corazón de Copil, y vas a ver a un águila devorando una serpiente, porque en tanto dure el mundo, no acabará, no terminará la gloria y la fama de México-Tenochtitlan». Chimalpain, memorial breve de Culhuacán.
Con el puño en alto grito: ¡Fuerza México, ni mil temblores acabarán con tu grandeza eterna!
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@marcogonzalezga