El próximo 1 de julio tendrá lugar la elección presidencial más competida de la historia. Hasta hoy, objetivamente, no es fácil anticipar un ganador, por más que se intente predecirlo a partir de las encuestas y estudios de opinión, convertidas en muchos casos, para demerito de la estadística y de los estudios prospectivos, en meros instrumentos de propaganda de las fuerzas políticas contendientes. Vivimos la incertidumbre democrática en su máxima expresión.
Aunque las tendencias de intención del voto publicadas por empresas demoscópicas serias apuntan al triunfo de Andrés Manuel López Obrador en su tercer intento por convertirse en Presidente de México, lo cierto es que falta un buen trecho para la jornada electoral.
No obstante, la distancia que separa hoy al tabasqueño de sus contendientes José Antonio Meade y Ricardo Anaya, quienes no acaban de despertar el entusiasmo de los electores, ha encendido las alarmas en Los Pinos y entre lo más granado del establishment.
Los opinadores favoritos del régimen, los dueños de medios beneficiados con miles de millones de pesos del erario público, una legión de cibernautas conservadores, y los conocidos adversarios políticos del líder de Morena, han unido fuerzas y espantados ante un eventual triunfo de López Obrador empezaron la ya conocida, y muy sobada, estrategia de guerra sucia.
Si en el 2006 y 2012 la campaña tuvo relativo éxito en espantar a la gente con la presunta peligrosidad que representaba un triunfo de AMLO, que traería consigo una gran crisis económica y social, el empobrecimiento de las mayorías, y un futuro apocalíptico para el país, la repetición hoy de tales malos augurios está resultando claramente contraproducente.
Es evidente que tales males llegaron o se profundizaron en nuestro país, destacadamente la corrupción, la inseguridad y la violencia criminal, no de la mano del señor López, como nos advertían, sino precisamente de gobiernos panistas y priistas, los de Calderón y Peña Nieto.
Ahí es donde se desfonda el alegato central de esta estrategia, y por ello, pese a la repetición y al esfuerzo por frenar al tabasqueño, mucha, muchísima gente, está convencida de que le llegó su oportunidad.
Por eso ahora que vemos que en el catálogo de males por venir se ha sacado del baúl del anticomunismo más trasnochado y rancio la presunta intromisión de Rusia y de Venezuela en las elecciones mexicanas y su apoyo a López Obrador, el asunto ya se torna hilarante. Estas amenazas lejos de atemorizar al respetable lo han movido a la chunga y al desmadre, burlándose de los supuestos peligros que se ciernen sobre el país. Ahí están la serie de memes y sátiras que circulan profusamente en redes sociales, que lejos de afectar al tabasqueño, quien se mofa autonombrándose Andrés Manuelovich, siguen propulsándolo en las preferencias del electorado. No cabe duda, como dijo Marx, que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como farsa. Mal y de malas los estrategas del PRI y aliados.
No obstante, lo que sin duda es preocupante y debe movernos a la reflexión es el tono agresivo e infamante que va teniendo la competencia electoral, y eso que aún no arrancan oficialmente las campañas, y que llega a extremos de intolerancia e histeria que ubican al adversario como un enemigo al que prácticamente se debe exterminar.
Invocar los miedos colectivos, o alentar el enfrentamiento o desprecio por los seguidores de uno u otro bando, los pejezombies vs los peñabots, como se hace profusamente en redes sociales o, peor, como lo hacen articulistas o columnistas que creíamos más ecuánimes, para intentar allegarse simpatías o lectores, es atizar la hoguera de los enconos y de los afanes de revancha.
Sugerir, otra vez, la peligrosidad de López Obrador para el país o mostrar a Meade o a Anaya como aliados de la mafia del poder y de los ricos y explotadores lleva, sin duda, a exacerbar la polarización de nuestra sociedad, de por sí marcada por una desigualdad apabullante.
México no se acaba ni renacerá el 1 de julio. Eso debemos tenerlo claro todos, por más que nos quieran calentar la cabeza y arrastrar a la descarnada y procaz lucha por el poder que protagonizan los precandidatos, sus partidos y seguidores en redes sociales.
Tras la tempestad, sea de la dimensión que sea, habrá relevo del Poder Ejecutivo y, les guste o no, el camino que debe seguirse es el de los acuerdos, el de los pactos, el de la convivencia cercana e incluso estrecha entre las distintas fuerzas políticas. Porque esa es la esencia de todo régimen democrático.
La sociedad está cansada de enfrentamientos y estridencias. Si bien el escándalo es la materia prima por excelencia de los informativos y es lo que vende, y las redes sociales son la arena perfecta para injuriar y desinformar bajo el manto protector del anonimato, no podemos continuar adentrándonos en un terreno minado que tarde o temprano puede reventar.
Los pendientes en la agenda política y de desarrollo nacional, la gravísima inseguridad, la crisis económica, la falta de empleo e ingreso, la cancelación de oportunidades y los problemas cotidianos de la gente, están a la espera de que la clase política se baje del ring. Y más vale que lo haga a tiempo, antes de que el ciudadano decida prescindir de las vías institucionales para la resolución de los conflictos.
Falta muy poco para que constatemos hasta dónde nuestra clase política ocupada en un enfrentamiento desbocado con los rivales es capaz de estar a la altura de las expectativas de la mayoría de la sociedad que hoy no se reconoce en esos rijosos que libran la madre de todas las batallas.
La intolerancia y los extremismos son, esos sí, los verdaderos peligros para México, porque de la violencia verbal a la violencia física solo hay un paso.
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