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A lo largo de toda su vida, Charles Darwin dio muestras de una compleja personalidad, presentando rasgos de una acusada misantropía que se alternaban con períodos de melancolía y manifestación de síntomas derivados de su hipocondría crónica. Estas fases de apatía lo dejaban literalmente postrado y se fueron acentuando con el paso del tiempo, influyendo en su carácter y en el desarrollo de su trabajo. Posiblemente su salud y su vida no habrían sido las mismas de no haber tenido a su lado la presencia constante de Emma Darwin, su amada esposa, personaje que siempre lo apoyó en los momentos difícilesy que confirma el dicho que asegura que detrás de un gran hombre –o más bien al lado– siempre hay una gran mujer.

En septiembre de 1837, Darwin se sintió agobiado por la carga de trabajo y los médicos le recomendaron tomarse unos días de descanso en el campo. El científico viajó entonces a la campiña inglesa a visitar a su familia por rama materna en Maer Hall, en el condado de Staffordshire. Cuando llegó, tíos y primos lo agobiaron con preguntas sobre su viaje alrededor del mundo a bordo del Beagle, circunstancia que le impidió disfrutar de la tranquilidad que había ido a buscar en aquel lugar.

Tan sólo encontró cierto reposo en compañía de su prima Emma Wedgwood, una joven encantadora e inteligente que cuidaba de una tía inválida. En sus largos paseos y conversaciones con ella, el joven naturalista halló la inspiración para algunos de sus estudios científicos. La vuelta al trabajo separó a los dos primos, que no se volvieron a ver hasta el verano del año siguiente. Durante su estancia en Maer Hall, un metódico Darwin anotaba en dos pedazos de papel diferentes las ventajas y los inconvenientes de contraer matrimonio con su prima Emma. Tras valorar las diferentes opciones a favor y en contra y después de comentar el asunto con su padre, tomó la decisión de pedirle matrimonio aunque, después de una visita a Emma en la que hablaron más de su trabajo científico que de amor, Darwin regresó a Londres sin cumplir su propósito.

Darwin necesitó un poco más de tiempo para madurar la idea y, finalmente, el 11 de noviembre de 1838 regresó a Maer Hall y se declaró a Emma. Ella aceptó, iniciándose entre ambos una relación a distancia mantenida a través de una intensa correspondencia, en la que Emma le insistía para que cuidase de su salud mientras Darwin le contestaba exponiendo sus últimos descubrimientos. Él también le hablaba de sus creencias unitaristas, doctrina teológica protestante que niega el dogma de la Santísima Trinidad, al mismo tiempo que mostraba una sincera preocupación por que sus dudas sobre el matrimonio pudieran separarlos en el futuro.

  

Una boda muy meditada…

Finalmente, y a pesar de todas las dificultades planteadas desde un principio por Darwin, la pareja contrajo matrimonio en Maer Hall el 29 de enero de 1839 en una sencilla ceremonia anglicana adaptada al rito unitarista. En un principio, los jóvenes esposos se instalaron en una modesta casa en Upper Gower Street, antes de mudarse definitivamente a Down House. La paciencia y el equilibrio aportados por Emma beneficiaron a su marido, que siempre encontró en ella una amante esposa y una lúcida confidente con la que compartió sus inquietudes científicas y morales a lo largo de los años de su vida en pareja.

Del matrimonio nacieron diez hijos, algunos de los cuales siguieron los pasos de su ilustre padre, dando origen a una saga de eminentes científicos que, a pesar de sus indiscutibles méritos, nunca alcanzaron la fama del naturalista. Francis, el hijo mayor, colaboró con su progenitor en alguno de los estudios que desarrolló al final de su vida, se formó como botánico y fue profesor en la Universidad de Cambrigde.

Él se encargaría de publicar en 1887 La vida y correspondencia de Charles Darwin, libro que recogía valiosa documentación sobre su padre. George Howard, hijo segundo del naturalista, fue profesor de Astronomía en Cambrigde y miembro de la Royal Society, además de desempeñar otros destacados puestos académicos. También Charles Galton, uno de sus nietos, dedicó su vida a la ciencia, ejerciendo como profesor en la Universidad de Edimburgo y desempeñando el cargo de director del Laboratorio Nacional de Física antes de viajar a Estados Unidos para trabajar en la Oficina Central Británica de Ciencias, en la ciudad de Washington.