Desde tiempos inmemoriales la creación de seres con poderes sobrenaturales en las diversas culturas como la griega o las prehispánicas, con un poder que hacía caer la lluvia o encantar en las diversas formas del amor continúa hasta nuestros días.

Estas creaciones se siguen dando y nos sigue sorprendiendo, los vemos llenos de maldad con habilidades especiales, -no necesariamente- atemorizando, en una lucha permanente con el bien representando amor, externando los mejores sentimientos envolviendo a lectores, cinéfilos, amantes del teatro y de otras propuestas artísticas y culturales.

La ficción en la historia pasó de tener dioses para pedir por bellos amaneceres o agua para la cosecha, con la sensibilidad de comprender nuestras necesidades y la defensa a los habitantes ante hechos incomprensibles de culturas enteras. La imaginación sigue creándolos en diversos contextos para que no olvidemos nuestros principios humanos, actos tan importantes como la pérdida de sensibilidad ante hechos que en un pasado reciente serían sorprendentes; como la propia muerte, donde la perdida de un semejante se vuelve algo común, casi intrascendente o el amor. Ahí es donde entran las historias de ficción para recordarnos nuestra esencia, mostrada magistralmente por Guillermo del Toro en la exitosa película La forma del agua, donde el amor se puede presentar en forma singular y no sólo por los estereotipos o modas contemporáneas impuestas.

En la cinta vemos al monstro que no manifiesta ninguna agresividad y a su captor un hombre cruel que infringe dolor de forma insensible convertido en un verdadero ser descomunal lleno de maldad, estos papeles invertidos donde un ente con características especiales, surgido de los pantanos sudamericanos puede contar con sentimientos humanos que no la tienen muchos, historia que corre durante dos horas y tres minutos.

Este anfibio me recordó el extraordinario cuento Axolotl de Julio Cortázar cuya premisa es que le intrigan los ajolotes y va recurrente a verlos al zoológico mirándolos por horas identificándose con ellos comprendiendo su existencia, viendo la delicadeza de sus pequeños ojos inexpresivos, proyectando un mensaje, testigos de lo que veían a la vez jueces de ello, esa relación le hizo despertar y ver a través de la gran pecera y darse cuenta que era un Axolotl siendo observado por un curioso hombre que venía en forma frecuente a verlos, haciendo una comunicación que consolaba el pensamiento los dos seres en mundos tan distintos.

Este ajolote mexicano que no llega a convertirse en…Salamandra, título de una reciente película, coproducción chileno-ecuatoriana estrenada apenas en enero. Cuenta la vida de un hombre con pocos recursos económicos, trabajando en una fabrica, viviendo en la periferia de la ciudad, le cuesta relacionarse con los demás, no sabe expresar su amor. Se enamora de una mujer que trabaja en el mismo sitio, se conforma con verla pasar sin atreverse a abordarla y entablar una amistad. Empieza a imaginarse a el mismo sin prejuicios abordando a la chica, haciéndola su novia, un sueño cumplido. Ese segundo hombre que es igual a el, pero con ese arrojo, no tiene recuerdos, está con la chica pero no sabe quien es, no tiene pasado, un hombre que es aceptado pero que no sabe a donde va ni de donde viene, es producto de un sueño, de una ilusión. Su director Sebastían Araya Serrano menciona que quiso entregarle al público una propuesta diferente con sentido, narrativa, y una estética perdida en la actualidad. Queda mucho por mencionar, será en otro momento.
“La gratitud es la memoria del corazón”. ¡Gracias por leerme, amigos!

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