Como cada 8 de marzo que se celebra el Día Internacional de la Mujer lo políticamente correcto dicta que deben organizarse foros, los conversatorios de rigor, se entreguen reconocimientos, se hagan encendidas declaraciones y elogios al papel de las féminas en nuestra sociedad, y leamos una gran cantidad de artículos de opinión y comentarios en medios, entre toda la parafernalia que se ha vuelto habitual en esta efeméride.
Tenemos claro que de lo que se trata es de reivindicar en esta fecha la lucha social y política de ellas para garantizar la igualdad de derechos, para avanzar en la equidad de género. Como en toda democracia que se respete existe igualdad jurídica entre la mujer y el hombre, en las décadas recientes, y gracias al impulso de corrientes y movimientos feministas varios, se llegó a la conclusión de que faltaba más, que era necesario crear el andamiaje legal e institucional que hiciera posible la igualdad real. De ahí que hayamos visto surgir infinidad de organismos oficiales, institutos, unidades de género y demás instancias que tienen como función garantizar la promoción y salvaguarda de los derechos de las mujeres en todos los órdenes.
Abrazar la causa de las mujeres es lo de hoy, aunque en el terreno de los hechos, los gobiernos, los partidos y la sociedad en general hayamos avanzado muy poco. Y ello lo explican factores culturales, destacadamente la inercia de un sistema de valores y de conocimiento construidos por y para los hombres, que lleva al recelo masculino hacia la competencia femenina en sus espacios públicos y privados. Pero sobre todo porque se considera que la irrupción de la mujer en la vida pública cuestiona los contenidos atribuidos a la masculinidad y las prácticas sociales que se le asocian: el poder del jefe de familia, la fortaleza, audacia y sagacidad del hombre, el espíritu de competencia y, especialmente, la conceptualización del hombre como el sujeto activo, dominante y conquistador en términos sexuales.
En los días que corren se ha puesto en el centro del debate público el tema del acoso y el abuso sexual contra las mujeres. En diversos ámbitos, pero de manera notable en el medio artístico, a partir de las denuncias de acoso sexual del productor de Hollywood Harvey Weinstein, surgió el movimiento #MeToo/YoTambién, que ha adquirido una enorme relevancia mediática. Pero mientras en Estados Unidos el planteamiento de este nuevo movimiento feminista está fuera de duda, en Francia ocurre todo lo contrario. La actriz Catherine Deneuve y otras cien artistas e intelectuales firmaron una carta pública editada por el diario Le Monde en el que acusan a las activistas del #MeToo de crear un clima «totalitario y puritano que pretende socavar la libertad sexual”. El colectivo de mujeres galas, encabezadas por Deneuve, sostiene que la visión feminista como la que enarbolan las estadunidenses generó que «muchos hombres hayan sido sancionados en su trabajo por el único error de tocar una rodilla, intentar robar un beso o hablar sobre cuestiones íntimas durante un almuerzo profesional”. Afirman que desde luego que la violación es un crimen pero “flirtear insistente y torpemente no es un crimen y la caballerosidad no es una agresión machista». Polémicas aseveraciones, compartidas por laureados escritores como los españoles Javier Marías y Javier Cercas, que nos muestran lo álgido y polarizado que está el debate en este sensible tema.
Lo que es un hecho es que vivimos en una sociedad en la que sin mayor preocupación los hombres se creen con la potestad de acceder sexualmente a las mujeres, en el ámbito privado o en el espacio público, puesto que es una expectativa social normativa el reafirmar de esa forma nuestra masculinidad, con los consabidos resultados de abuso, violencia y dominación que conlleva esa arraigada visión del rol que debemos jugar.
De ahí que la búsqueda de la equidad de género siga chocando con las visiones de los sectores dominantes, de los grupos de poder y con nuestras propias ataduras mentales reforzadas por los estereotipos de desigualdad contra la mujer presentes día a día. Los medios, la educación tradicional, las religiones, los prejuicios y la ignorancia nos las muestran como objetos sexuales y decorativos que deben ser criminalizadas si quieren ejercer su libre determinación reproductiva. Las mujeres, según estos cánones, además de incorporarse al mercado laboral, deben hacerse cargo del hogar y del cuidado de los hijos, vestidas a la moda, embellecidas para sus parejas y dispuestas a cumplir su rol sexual, como si esa fuera su «obligación biológica».
El reto que enfrentamos para lograr la equidad de género en nuestra sociedad es por tanto enorme.
Se requieren grandes transformaciones que no limiten nunca más el papel de la mujer en las esferas social, económica, política y familiar. Hoy, es claro que ninguna sociedad puede considerarse genuinamente plena, si no respeta el compromiso de la inclusión plena de la mujer en todos los aspectos de la vida nacional y la defensa sin cortapisas de sus derechos.
La lucha de las mujeres es una lucha inacabada, que exige de las instituciones públicas, los partidos políticos y de todas las organizaciones y sectores, contribuir a hacer realidad los cambios legales que posibiliten construir una nueva dinámica de relaciones sociales y culturales.
Pero implica también abordar con seriedad, sin radicalismos ni discusiones vanas –como me parece es la del lenguaje inclusivo y no sexista que riñe con el español, la gramática y la sintaxis (los niños y las niñas, la presidenta y el presidente, por citar ejemplos)–una agenda pendiente que debe ser abordada con pleno compromiso por todos los actores públicos.
No basta sólo con la creación de instituciones u organismos públicos para las mujeres, o con asignarles determinadas cuotas al interior de los partidos políticos. No es con discursos falaces sobre el “empoderamiento” de las mujeres o recordarlas y homenajearlas encendidamente cada 8 de marzo como se va a avanzar en este sinuoso camino.
Comprometerse en la lucha por la equidad de género es tarea de hombres y mujeres. Es manifestación de una genuina voluntad de cambio. La que se traduce en dejar a un lado los estereotipos, combatir el acoso sexual y el abuso de poder, redistribuir equitativamente las actividades entre los sexos en los ámbitos público y privado, valorar con justicia los distintos trabajos que realizan hombres y mujeres, modificar los mecanismos, reglas, prácticas y valores que reproducen la desigualdad, en suma, la que fortalezca el poder de gestión y decisión de las mujeres.
La igualdad de género es un factor elemental para la modernidad de un país y su desarrollo democrático.
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