Y nos fuimos al cerro de la “Camelia” en aquella noche oscura. La noche tan negra como boca de lobo, habría de decir Isaura. Pero no íbamos solos, tío Salvador que conocía la sierra palmo a palmo, iba con nosotros. El tío llevaba ésa pistola de cachas doradas que todos queríamos ver. Cuando se descuidaba el tío, nos acercábamos a la pistola para verle las “muescas”, una por cada muerto caído con sus balas. Cuando partimos, las mamás nos animaban: vayan, para que se hagan hombres, resoplaban de alegría las mamás como vacas viejas del corral. Después de cuatro horas llegamos al bosque. Todos hicimos la ceremonia de permiso a “Juan del Monte” para tener buena cacería. El ritual consistía en que los grandes fumaban y soplaban humo de puro de buen tabaco. Y las mujeres y los niños brincábamos gritando, saltando y sacudiéndonos la ropa, para llamar a los buenos espíritus. Después de la ceremonia se hizo la fogata en el paraje llamado “El talón del Diablo”. Los menores nos encargamos de juntar la “baraña” flaca y seca para encandilar la lumbre. Asomando el sol, ayudamos a don Ernesto a construir el “entramado”. Era el “entramado” un tejido de “reatas” tensadas de palo a palo para sostener las gruesas cobijas que servirían como camas para que no subieran las fieras. Sólo bajan las culebras de los árboles, dijo Benito con su gran bocota para quitarnos el sueño. Vimos como los adultos amanecieron echando trago de vil aguardiente al ritmo de la desvencijada guitarra de Lencho. Temprano salieron los cazadores en busca de presas. Las mujeres mientras machacaban en el molcajete ajo, perejil, tomate ojo de venado y chile, para hacer la salsa. Encima de las brasas se calentaba el café negro en una olla de peltre despostillada. Y en una lata vieja que llamaban comal, “chirriaban” los bolillos con mantequilla y panela. A un lado del comal salían “los negritos”, que eran fugaces chispas de lumbre que se perdían en los remolinos del aire frío de la montaña. Muy de mañana se sentía el olor del campo: el olor del encino, del anís, de la anona, de la guinda, y de la pomarrosa. El olor del campo también es el olor del anhelo, la esperanza, la paz y el amor. En la tarde llegaron los cazadores y traían dos mapaches y un venadillo. Olían muy feo, nos contaron entre rabia y risas que un zorrillo los orinó en protesta porque invadieron su territorio. En la noche, pensando los adultos que dormíamos, dijeron que pondrían mostaza alrededor de donde jugábamos. Uno de ellos dijo: no vaya a ser que se quieran llevar a los niños. Cuando le preguntamos de ello a Roberta, nos dijo: es que en las fincas hay duendes. Por si no los conocen son como enanitos que brincan y bailan, y hacen travesuras. Y con la mostaza ya no se acercan, les repudia el olor. Pero nunca vimos a ningún enanito juguetón. Lo que si vimos, varias veces, fue a una niña vestida de blanco que se paraba en una piedra grande, mientras nosotros nadábamos en la Poza de la Rana. Y nadie del campamento nos supo explicar la aparición. Pero doña Lupe, que trabajaba con uno de los cazadores, nos explicó: ésa niña, Mónica, dicen que murió ahogada en la poza cuando regresaba a caballo con su padre, después de su primera comunión. En la noche de su muerte hubo una tormenta como nunca antes se había visto, y dicen que arrancó a Mónica de las ancas del caballo, y nunca apareció su cuerpo. Dicen quienes se han acercado a ella que no soportan verle los ojos, que son como dos hoyos negros de miedo. Y que les pide que rescaten su cuerpo enterrado en el estero, allá por las raíces de los árboles, donde hace recodo el río. ¿Por qué no rescatas tu su cuerpo?, me dijo la señora Lupe. No, le contesté, yo no me llevo bien con los muertos, ya ve usted que luego desaparecen en el aire sin dar explicaciones. No es por miedo, agregué.