Por Ramón Durón Ruíz (†)
Para iniciar este tema me permito referirle una historia que me encantó de Fray Clemente Kesselmeier de Ediciones Dabarque, que comparto con usted: “Un famoso artista, pero insatisfecho, caminaba por la ciudad buscando un nuevo motivo para su pintura que debería ser la Obra-Maestra de su vida.
Se encontró con un sacerdote:
–– Padre, ¿qué es lo más bello del mundo?
–– Lo más bello del mundo es la fe. Nuestra fe en Dios, que ilumina toda nuestra vida. Nuestra fe en la vida, que es el regalo más precioso que hemos recibido. La fe realiza milagros y hace obras-maestras. La fe es el sol de nuestra vida.
Más tarde se encontró con un obrero:
–– ¿Qué es lo más bello del mundo?
–– Para mí lo más bello del mundo es la esperanza. La esperanza de ganar mañana un salario mejor, de vivir una vida digna, de conquistar un lugar en el sol; la esperanza de hacer feliz a una mujer y ser padre en un hogar unido. La belleza de la vida está en la esperanza que da sentido a mi lucha. La esperanza es mi compañera inseparable.
Más adelante vio a una niña en el banco de un jardín, a la que su padre y su madre abrazaban.
–– Para ustedes ¿qué es lo más bello del mundo?
–– Lo más bello del mundo es nuestro AMOR, nuestro sueño hecho visible en el rostro de nuestra hija. Ella es nuestro aliciente para vivir, nuestra alegría y nuestra felicidad.
Aquella misma noche empezó su obra-maestra, pintando algo muy bello, una niña en los brazos amorosos de sus padres.
Todo niño es una novedad incomparable, es una señal de que Dios renueva siempre la esperanza del mundo, de que cree en la fuerza invencible de la vida y de que nos ama incondicionalmente en la mirada de cada niño”.
Todos tenemos en nuestro espíritu, el niño de nuestra vida, el de nuestra infancia, ese que será nuestro fiel compañero, detrás de una personalidad de adulto se esconde el brillo, la alegría, el amor, de un niño que vive en nuestro interior y que cuando somos capaces de reconocerlo y amarlo, renueva su energía.
El niño de tu interior, confía en la vida, se da permiso de amar a plenitud, sonríe, goza de una alegría permanente, rechaza la violencia, vive el milagro del HOY intensamente, olvida los rencores, ama más, odia menos, para él, el más modesto alimento, es el platillo más suculento, no conoce el protocolo, tiene muy arraigado el don de dar, dar amor, dar una sonrisa, dar alegría, su vida se pasa en dar.
El niño de tu interior, es un ser maravilloso, incansable, evita la lógica, vibra con lo más profundo de sus sentimientos, es seguro de sí mismo, se da permiso de errar para crecer, entiende cada minuto de la vida como un privilegio para vivir, va diariamente al encuentro con su felicidad, para él no hay límites, todo lo que hace, lo llena de su pasión, de su energía vital, por la noche encuentra un sueño reparador porque vivió su día, no con términos medios, sino a plenitud y porque goza de una conciencia tranquila.
Traer mentalmente las imágenes del niño que habita en tu interior, es un incomparable ejercicio espiritual que te enseña que un niño siempre ama la vida, y en la alegría de vivir, sueña, porque es la manera de ponerle alas a su existencia, pero sobre todo porque un niño sabe intuitivamente que el secreto de la vida está en que confíes en Dios, ahí radica la clave de tu felicidad.
Por las mañanas cuando te mires al espejo ama al niño que hay en tu interior, el de tu infancia, hazlo crecer con mimos, cariños, te sorprenderás con el brillo que llegará a tus ojos, a tu alma, a tu vida, te maravillaras de los resultados, llenando lo más íntimo de tu ser de una extraordinaria alegría, te descubrirás en la magia de la vida con todo el potencial que vibra dentro de tu ser.
Lo del niño me recuerda cuando en la escuela de Güémez dos niños jugaban, uno le dice al otro:
–– A ver, baila el trompo.
–– No sabo ––le contesta el otro.
–– No se dice no sabo –responde el primero–, se dice no sepo.
La maestra Ergasia que curiosamente escuchaba la conversación de los niños, les dice:
–– No se dice no sabo, ni no sepo.
–– Entonces, ¿cómo se dice, maestra? –preguntan los niños.
–– ¡No sé! –contesta amablemente la profesora.
Entonces le dicen los niños: –– ¡POR QUÉ SE METE EN LO QUE NO SABE!
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