Por más que la abuela Meche nos dijo que no podíamos ir con ella a la casa de doña Chole, la pudimos convencer de ir. Nos quedamos afuera, dijo esto Bicho para convencerla. Pues vámonos, ordenó la abuela. Y ahí vamos toda la parvada agarrados del mandil y de las enaguas de la abuela. Teníamos miedo de ir a la casa de doña Chole, pero la curiosidad era superior al miedo que sentíamos. Llevábamos los ojos muy abiertos, grandes, como los platos del horno de ese lugar llamado Blanca Espuma. En esos momentos ya casi se perdía el sol entre la agreste montaña. Bajamos la calzada, pasamos por la casa grande del casco de la hacienda. Se notaba en la vieja casa el tiempo y el abandono que sin duda la estaban destruyendo. Desde que el patrón murió y la patrona se fue de ahí nadie se acercaba a la casa por respeto y por miedo. Muchas historias buenas y malas se contaban de lo que sucedió en el interior de la casa grande en esos tiempos de bonanza. Pero a lo que hoy íbamos con la abuela Chole, daba más miedo que las aterradoras historias de la casa grande. Y por fin llegamos a la casa de doña Chole. La abuela nos dijo que nos quedáramos sentados en las piedras que estaban en el solar junto a la casa. Nos advirtió la abuela que no entráramos a la finca a jugar porque había muchos animales ponzoñosos que nos podrían dañar. Y ahí nos quedamos tirando piedras a las ramas de un guayabo para que cayeran las frutas. Por cierto esas guayabas eran rosadas y llenas de gusanos. Estábamos a las risas cuando oímos un quejido de doña Chole. Un quejido así como de vaca “muerta”. Y rápido nos fuimos a una esquina de la casa a oír los quejidos, que ya más bien eran gritos de dolor, de doña Chole. Y se oía que doña Chole lloraba, mientras la abuela la curaba con fomentos de agua oxigenada y un menjurge de color verde. Al último pudimos ver por una rendija de dos tablas viejas, como la abuela le ponía al último un polvo blanco que le calmaba un poco el dolor. Pudimos ver la piel desnuda y llagada de doña Chole. Nosotros no podíamos perder detalle de lo que ahí sucedía con doña Chole. Después de un rato salió la abuela con las manos lavadas y olor a jabón zote y alcohol de caña. Ya de regreso, fue Josué quien preguntó a la abuela de qué estaba enferma doña Chole. Miren, mientras caminábamos, la abuela empezó a decir: doña Chole tiene una rara enfermedad que le llaman “virgüela” negra, es terrible esta enfermedad, se pudre la piel, se pudre la carne, se pudren los huesos, son como unas manchas negras que aparecen y se van metiendo en el cuerpo, y llega un momento en que la persona muere porque se pudre. ¿Por eso huele tan feo la casa, por qué está podrida doña Chole?, preguntó inocentemente Basilisa. Y lo peor es que esa enfermedad se pega, por eso hay que tener mucho cuidado de no acercarse a la persona que esta mala, advirtió la abuela. Se sabe de personas que tienen esa enfermedad que prefieren irse a las cuevas de la montaña para que la gente no las vea y así evitan infectar a su familia, se sabe que allá en el rancho del Toronjil hay una mortandad espantosa. “Se está muriendo gente que antes no se había muerto”, agregó la abuela. Y en verdad que no habían podido curar a nadie que ya tuviera la “virgüela”. Aunque dicen que los enfermos sentían alivio con la baba de “candanillo” puesta con fomentos de toallas calientes y vaporosas. Después cayó muy enfermo Jono, compadre de mi abuela, y hubo que ir a curarlo. Y volvimos a ir todos, pero ya no llegamos a la casa de Jono, el olor era como de veinte vacas muertas. Un día le vimos una mancha negra en la cara a la abuela, y juraríamos que ya apestaba, lo que ocasionó que prefiriéramos verla de lejos. La abuela sacó un espejito de mano y limpió su rostro con el mandil. Todos respiramos aliviados al darnos cuenta que era tierra de maceta. La epidemia de viruela negra, como también el paludismo, el cólera, la lepra, y tantas otras enfermedades, llenaron toda una época de mortandad humana.