Las campañas en curso eran previsibles en su ritmo e intensidad. Una fría primera etapa, una tibia segunda y una caliente tercera. Es lo común y normal. Entre las novedades positivas están tres debates de los aspirantes presidenciales y el uso intenso de las redes sociales. Entre más avancen las campañas se van volviendo centrales en la vida pública, llaman la atención, suscitan participación, generan polémicas y alinean tendencias de hipotéticos votantes. Es una obviedad que están predominado las figuras de los candidatos y una serie de planteamientos ligeros que no responden a los «cómos». Se ha quedado corto y pospuesto para el infinito la exposición y el debate sobre los grandes problemas nacionales, sobre el momento y los retos de México. En muchos casos se hace uso de vulgar demagogia, como ocurre en los temas de la educación.

Los saldos más generales de estas campañas están por verse; a la incertidumbre del resultado, rasgo de la democracia, se suma la inquietud por el futuro inmediato. Algo positivo quedará si todo concluye pacíficamente, si se acata incondicionalmente la voluntad popular, si la participación es copiosa, si votan los jóvenes y, tal vez como deseo, se obtienen resultados que den equilibrio de poderes. Es casi una obligación aprender o recordar que la democracia requiere oxígeno y actualización para ser real y útil. Que su vigencia depende de la participación ciudadana, no solo con el sufragio, sino de una manera permanente para vigilar el buen y cumplido comportamiento de los poderes públicos.

El lado negativo del actual proceso electivo se localiza en una renovada y preocupante ola de intolerancias. Se advierte que en las cúpulas políticas, partidos y equipos centrales, las confrontaciones son leves y hasta simuladas; en ese nivel hay reglas y una suficiente capacidad para la convivencia plural, se conocen y se reúnen. El problema radica en las bases, donde inciden los discursos incendiarios y de descalificación. Es ahí donde se vienen observando actitudes preocupantes y de corte primitivo que no pasarían de anécdotas siempre y cuando se queden en lo verbal. Es notable la intolerancia al otro, su descalificación simplemente por ser otro, por no pensar como uno o no sumarse a la opción que alguien escogió. No es normal, augura situaciones peligrosas pues va más allá de las simpatías políticas para pasar al cuestionamiento del derecho y la legitimidad que se tiene para pensar en libertad, creer en alguien y votar como se quiera. Sin la aceptación de la pluralidad se erosiona la convivencia democrática. Si se cree que todos deben pensar igual, que un líder representa al todo social, estamos ante un serio problema de vivir el antecedente del autoritarismo y la dictadura. Esto puede ocurrir si se acepta que no hay legitimidad en las distintas posturas ideológicas y políticas; sin eso, se deshumaniza la lucha normal por el poder. De eso a la persecución solo hay unos cuantos pasos.

Otro aspecto regresivo es la reaparición de los tiempos del presidencialismo imperial en forma de culto a la personalidad. Esa práctica supone expectativas cuasi religiosas, abono a la figura del «hombre fuerte» y traslado de facultades y capacidades individuales a la voluntad de una persona. No es menor el problema. Se suponía superada esa etapa en México, que nos habíamos liberado de los Echeverría y Salinas, de las campañas de idolatría y de masas oyentes de discursos infinitos. El riesgo es real. Estamos en la disyuntiva de ver al mundo con rostro de futuro o encerrarnos en las cuevas que tengan bocinas para la prédica milagrosa.

Recadito: siempre estaré del lado de la libertad; si es con rebeldía, bienvenida.

ufa.1959@nullgmail.com