Miguel Valera / Crónica-ficción

No sé qué pasa hoy por mi cabeza. La vida se me juntó en una madrugada. Tengo la boca seca, los ojos cansados y el alma marchita. Esta mañana luminosa que veo por mi ventana no me impacta, no cuaja mi estado de ánimo, no me permite ver el horizonte como en otras ocasiones. Siempre he buscado huir de la tristeza, como de la peste, pero hoy, particularmente hoy es uno de esos días en que la muerte ronda mis sentidos. Siempre he intentado caminar con rumbo, con ruta, con horizonte. Si algo puedo presumir es que soy un amante de la esperanza, sí, de esa señora vestida de blanco, brillante, sonriente, cargada de deseos, que siempre está delante de uno, con los brazos abiertos y que te motiva a seguir, a caminar, aunque estés tirado, en el piso, en el lodo, en medio de la lluvia. Qué digo de la lluvia, de la tormenta, en el barrizal, con la mirada perdida en la podredumbre y que te obliga a mirarla y a llegar a ella a rastras. Sí, a esa señora la he perseguido toda la vida, toda, cada minuto, cada segundo de mi miserable vida. Y pues hoy estoy aquí, tirado en la cama, mirando el brillante amanecer, sí, con este radiante sol de verano que abraza los árboles de ficus de mi ventana y que detiene los imponentes rayos, para que no me calcinen de frente. No logro ver nada más. Sé que está ahí el poderoso sol, ese astro rey que los antiguos adoraron como un dios, a quienes le hacían reverencia y por quien se derramó mucha sangre en épocas antiguas. ¿Cuándo no se ha derramado sangre por los dioses? Siempre, lo mismo entre las religiones más primitivas que entre las intelectuales del mundo moderno. La sangre siempre es parte del ritual de la vida y de la muerte, del deseo de la vida y del deseo de la muerte. Pero eso ¿a quién le importa? Y menos a mí, que me despierto como cargando a un muerto, un pesado fardo que se asienta sobre mi amarillenta sábana que fue blanca en otra época. Aquí estoy, mirando el sol que intenta cruzar los ficus para tocar mi ventana y llegar hasta mi pupila y despertarme, como en otras épocas, con brío, con alegría, con furor inusitado. Pero no, no es el caso de este día. Hoy pienso en mi vida miserable, en cómo obligar a mi quebrada voluntad a que ordene a una pierna que baje de la cama y con la misma exigencia a la otra pierna para que juntas, caminen en el ritual imprescindible de la mañana para limpiar mi rostro, mi cuerpo agostado por el paso del tiempo y caminar rumbo al archivo histórico en donde trabajo desde hace casi 30 años. Una primavera desorientada canta del otro lado de la ventana. ¿Una primavera en verano?, pienso con desgano. Bueno, el verano apenas comienza y aquí, en esta vieja ciudad, donde el sol obnubila cualquier mente, puede suceder todo, hasta que una primavera despistada cante en verano. ¿Afuera? No tengo fuerzas para ver, en esta ocasión, al viejo loco que tira pan molido todos los días a cientos de palomas que se arremolinan en el parque. Es un hombre loco. Lleva casi 30 años tirando pan molido a las palomas que cada día, cagan con más fuerza las bancas blancas de ese parque viejo que las autoridades no se cansan de limpiar. Ahí lo he visto, día tras día, al amanecer, tirando migajas del pan que podrían haber alimentado a los hijos que nunca tuvo. Hoy tampoco vi al barrendero que día a día recorre la acera y los callejones llenos de limonarias, crotos, bugambilias y tulipanes, recogiendo las hojas de los ficus que me han acompañado toda la vida en este barrio. No sé qué me pasa esta mañana. La tristeza se apoderó de mi cuerpo, de mi alma, de todo mí ser. Hoy solo pienso en Norma. Llegó hace tres días a la oficina. Llegó a alegrar la oficina. Llegó a iluminar esa oficina vieja, llena de hombres y mujeres viejos, que hemos visto, a lo largo de casi 30 años, ver pasar el tiempo junto a montañas de papeles inservibles. Sí, pienso en Norma y ya quiero levantarme de la cama, sus ojos claros, su boca roja, su vestido largo, fresco, que destaca su hermoso cuerpo. Fue amor a primera vista. Norma me atrapó para siempre, me enganchó, me hizo click. Por eso no entiendo mi depresión, mi agonía emocional, mi desánimo para no querer salir de la cama. Siento tanto temor de levantarme, como en aquel sueño en que desperté convertido en cucaracha. Hoy, ya despierto, mirando los rayos de sol que entran suavemente por mi ventana, más bien me siento como cucaracha. Sí, soy una cucaracha, un ser que solo ha vivido para la muerte, que ha esperado, paciente y desesperadamente, el día del desenlace fatal, que no ha hecho nada extraordinario, sino solo cumplir un ciclo en donde el aire entra y sale, da vida y un día, en mis amarillentas sábanas, en la vieja oficina del archivo, en el billar de la esquina o en cualquier banca de este viejo parque, se irá para siempre en una última bocanada que llevará mi espíritu del más acá al más allá, para deambular en la fastidiosa eternidad. Sin embargo, a pesar de esa tonelada de depresión, el rostro sonriente, brillante, de Norma, me hace pararme de un tirón de mi cama. Ya los primeros rayos de sol tocan el buró con mis libros de Benedetti y Leñero que leo y releo. Son casi las ocho de la mañana. El día que renté este departamento coloqué estratégicamente mi cama para que a las 7.30 los rayos de sol que cruzan entre los ficus tocaran mi rostro y me despertaran de manera natural, sin alarma o despertador. Llegué aquí hace casi 30 años, cuando conseguí este trabajo en el archivo y estaba dispuesto a hacerme historiador y a rescatar la historia de esta ciudad para el mundo. Con cuarenta años de edad, en ese entonces, había fracasado en varias empresas y lo mejor que había conseguido era esa plaza de archivista, muy bien pagada, que, según mis cálculos, me dejaría una pensión cercana a los 30 mil pesos. Hoy, con 70 años de edad y a punto de la jubilación, pensaba en mi miserable vida y en Norma, esa chica de 30 años que había llegado a la oficina para cambiarme la vida. Esta mañana triste, su recuerdo me levantó de un tirón, sí, como un resorte, esa pieza elástica en espiral, generalmente de metal que se usa en ciertos mecanismos por la fuerza que desarrolla al recobrar su posición natural después de haber sido estirada, según leí en un diccionario. Afeité mi rostro viejo, gordo, surcado por arrugas, pero que con un poco de loción parecía nuevo y fresco otra vez. Me corté los vellos que salen, irreverentes, de mis fosas nasales y de mis orejas. Cortarme estos últimos es toda una odisea. Un día, ante la imposibilidad de hacerlo con el espejo normal del cuarto de baño tuve que colocar dos espejos laterales, para maniobrar, como cuando aprendí a manejar, ya viejo también, una destartalada Caribe azul. Hoy será un gran día, el gran día, el mejor día, me dije. Hoy le mostraré a Norma todo el amor que siento, todo lo que me ha impactado. Sé que la conozco de apenas tres días, pero estoy dispuesto a todo, con tal de ganarme su amor y confianza. Está muy claro que no soy muy buen amante. Nunca lo fui. De joven, la timidez me impedía acercarme a las mujeres. De viejo, me volví burdo y estúpido. No sé, quizá soy muy duro conmigo mismo, pero no le veo otra explicación. Tiene tres días que la conozco y ya quiero proponerle matrimonio y estoy dispuesto a entregarle mi pensión de 30 mil 58 pesos mensuales. Pero ¿qué pasa por mi cabeza? Me veo en el espejo y solo soy un viejo decrépito, desgastado por el paso del tiempo, con surcos de arrugas en el rostro y con una mirada libidinosa que no puedo esconder detrás de estos anteojos. Aquí estoy, frente al espejo, pensando en proponer matrimonio a una mujer, hermosa, joven, que me atrapó con su belleza y sensualidad hace tres días que la conocí en esa oficina a la que voy día a día desde hace casi 30 años, con archivos igual que yo, viejos, derruidos, muertos, que solo tienen vida con la mirada de interés de algún lector despistado. Aquí estoy, y la veo en mi imaginación y su sola presencia en mi pensamiento me excita. ¿Puede haber una mujer tan hermosa como ella? Llega, sonriente, y el sol de la mañana se pierde, entre la brillantez de su sonrisa. Camina erguida, firme, con ese cuerpo fino, espigado, delgado, moldeado por los dioses. Termino de vestirme. Veo el reloj. Sé que aún tengo tiempo para escribirle una carta, para contarle lo que siento por ella, para invitarle a comer. Sé que me leerá, sé que me responderá, sé que saldrá conmigo, sé que se enamorará de mí, como yo ya estoy enamorado de ella. Juntos formaremos un hogar, cuidaré de sus hijas, velaré por ella, la llevaré a pasear, sí, iremos juntos a Los Lagos, caminaremos por Los Tecajetes, pasearemos por Los Berros y luego, comeremos nieves de los Rabbits ambulantes, los cuatro, felices, disfrutando de la vida, de esa vida que yo he desperdiciado en la absurda burocracia, en la peor de las burocracias, en la burocracia existencial, esa que solo te lleva, te lleva, te trae, como los remolinos del valle de Perote, te jala, te arrejunta, te mueve aquí y allá, pero sin ningún propósito ni sentido. Sí, eso haré, le escribiré esa carta, lo mejor de mí, mis pensamientos, mis ideas, mis deseos de amor más ocultos, pero eso sí, todo con respeto, sin faltarle al respeto. Norma es joven, ya sabe de la vida, pero, pero, pero es tan hermosa, es hija de Venus, de una diosa. Solo al recordarla me tiemblan las manos, se me acalambran los pies y no puedo dar un paso más. Aún es tiempo, aún tengo tiempo, me da tiempo de escribirle unas líneas, esta carta que tanto he deseado, desde hace tres días que la vi llegar a la oficina, radiante, con ese vestido de flores rojas que resaltan su belleza. Escribiré una carta larga, detallada, de mis propósitos y luego le escribiré un poema y al final una nota, para invitarla a desayunar o comer, siempre respetuoso, siempre atento, siempre amable. No le faltaré al respeto, ni a ella ni a sus hijas. Lo que quiero es ganarme su corazón, su mirada, su cariño, cuidarla, atenderla, pasear con ella y vivir, sí, vivir, aunque tenga 70 años, un corazón viejo y todas las ilusiones metidas en el baúl de las cosas viejas y triques que tengo en mi casa. Sí, así empezaré mi carta. Norma: Disculpe mis líneas que con mucho gusto le dedico. Durante varios años he buscado a una mujer para entablar una hermosa relación y para tener a quién dejar mi pensión cuando yo parta de este mundo, pues no quiero que se pierda o se la quede el gobierno. Por ello le planteo esto, para que me permita iniciar una relación, respetuosa, de amistad con usted: 1. Que usted ponga las condiciones que guste en una relación que se llevará como usted diga. 2. Tendría mucho respeto de mi parte al igual que a sus hijas. 3. Que si usted ve con el tiempo que no le agrada, la cortamos y nada pasó. 4. Que la intención es que sea usted la que herede los 30 mil 58 pesos mensuales que le asegurarán su futuro y el de sus hijas. 5. No tema, no soy una persona mala, soy muy respetuoso y educado y jamás les faltaría al respeto. 6. Sólo le pido me dé la oportunidad de ganarme con hechos su cariño y el de sus hijas. 7. Todas mis promesas serán cumplidas al pie de la letra. 8. Ojalá acepte que un día de la próxima semana vayamos a comer juntos, al lugar que le guste. 9. Tenga la seguridad de que no le quitaré su preciado tiempo, ese tiempo que le dedica a sus hijas y nos veamos con la periodicidad que usted quiera. 10. Yo le ayudaría en sus aprietos económicos y nada le faltaría; se lo juro. 11. No le diga no a lo bueno, si está bien le aseguro que conmigo estará mejor. 12. Le suplico me dé la oportunidad de que platiquemos y yo respetaré sus argumentos y nada se pierde. Es cuanto éste su humilde servidor le dice y le ofrece. Ya tiene mi número de teléfono para lo que se le ofrezca, estoy dispuesto a complacerla en todo, en todo, no le piense. Atentamente. Su humilde seguro servidor, Xalapa, Ver., a 29 de diciembre de 2017, profesor y licenciado Enrique Lunagomez del Campo. Sí, me quedó perfecta, es la mejor carta que he escrito. Ni cuando escribía cartas, en la juventud, para ganarme unos pesos en el Mercado Jáuregui, había escrito mejores cartas. Estoy seguro que esta carta le arrebatará el alma a Normita, esa chica hermosa, espigada, con un cuerpo de diosa, que llegó al archivo de mi vida, para cambiarla radicalmente. Sé que ella la leerá y no pondrá resistencia. Pero falta algo más, un poema, algo que refuerce la carta, que la convenza más, que le entregaré al otro día o quizá dos días después, una vez que vea señales positivas al amor que yo quiero entregarle. 30/12/17. Norma. No diga no a lo bueno / ni rechace lo mejor; / lo que ofrezco y que tengo: / ¡mucho respeto y amor! / Yo le daría protección, / se lo puedo demostrar / le digo de corazón / jamás le habría de fallar / y si se llega a animar / heredaría mi pensión. / Yo le pido analizar / la propuesta que yo quiero / y le voy a demostrar / que yo soy siempre sincero / nunca le voy a fallar / antes primero me muero. Cariñosamente. Enrique Lunagomez del Campo. Aquí plasmo mi verdad. Bendiciones. Sí, con este poema ya no habrá duda y estoy seguro que su entrega será completa, total, auténtica, íntegra, toda para mí. Y a la par, preparé una notita, algo muy breve, como un mensaje de paloma mensajera, sí, esas avecillas que desde el Diluvio de Noé, han llevado mensajes de paz y esperanza. Algo así, ligero, corto, que una paloma pueda llevar en un pico y entregársela a Norma, ese ser angelical, de blanca sonrisa, de rostro iluminado, que más que caminar, parece flotar en las banquetas y que la primera vez que la vi fue en una fuente, sí, esa fuente que inerte, ha visto pasar mis casi 30 años en ese viejo archivo, lleno de cosas viejas, de textos viejos, de historias viejas que igual no sirven para nada, como yo, que ya a esta edad no sirvo para nada. Pero Norma me da vida, me da esperanza, me anima a seguir mi vida. Por eso la invitaré a desayunar, comer o cenar con este último mensajito, un mensaje de paloma mensajera, como esas palomas, esas pequeñas aves que pueden recorrer más de mil kilómetros en un día, esos seres alados que siempre vuelven a casa y que hace más de 3 mil años, los egipcios y persas utilizaban para enviar mensajes durante sus absurdas guerras. Sí, ahí le pondré un mensaje, concreto, invitándola a cenar, desayunar o comer donde ella quiera. Será un mensaje de paloma mensajera, de esos seres románticos y monógamos, como leí una vez en un libro de palomas mensajeras, a quienes los especialistas que las sueltan a miles de kilómetros, les dejan un palomar tibio en casa, para que regresen. Sí, estoy seguro que Norma leerá mi mensaje y buscará mi regazo tibio, que estoy dispuesto a compartir, con mi pensión de 30 mil 58 pesos mensuales para atender sus necesidades y las de sus hijas. Escribiré esto: ¿Qué le parece si el miércoles próximo o desayunamos o comemos juntos y platicamos un breve rato? Acepte por favor. Pues aquí voy, ya, caminando rumbo a ese archivo, mi nido de papeles viejos que hace tres días vino a iluminar el rostro luminoso de Norma. Aquí, voy, cargando en este folder que saqué de mi escritorio, para entregar mi primera carta. El poema y el mensaje de paloma mensajera lo entregaré en los siguientes dos días. Sé que Norma los leerá con atención, sé que me responderá, sé que me dará el sí y que pronto, muy pronto, me jubilaré y le pediré que deje ese trabajo y se vaya conmigo a viajar, a conocer el mundo, a recorrer más de mil kilómetros en un día, como las palomas mensajeras que utilizaban los romanos, los árabes y los egipcios, para enviar mensajes de guerra y esperanza. Ya casi llego, solo tengo que subir Allende, caminar por el corredor Carlos Fuentes, tomar el parque Juárez y llegar a ese archivo viejo. Hoy es un día especial. Amanecí con mucha tristeza, pero el recuerdo de Norma, su mirada, su rostro y su hermoso cuerpo, me motivaron a salir. Esta carta que llevo en el folder azul, será mi puerta de salvación, mi salvoconducto, mi paso a otra vida nueva. Pero haré una pausa, creo que mi tránsito de la tristeza a la emoción, me ha agitado mucho. Sí, ya no estoy para emociones fuertes. Mi vida con Norma tendrá que ser pausada. Tendré que permitirle que viva con intensidad su juventud y que acepte mi vida tranquila, pausada y ordinaria. Ahí viene la señora que toma la presión en el Parque Juárez. No, aléjese, no quiero que me tome la presión, estoy bien. Sí, sí, sé que usted es muy famosa aquí, pero no me interesa, ni quiero darle una moneda. Todo mi dinero, mi pensión de 30 mil 58 pesos mensuales son para Norma. Aquí llevo la carta que le daré y que ella aceptará y tomará con mi pensión toda mi vida. No le pido nada más, sólo su compañía y cariño, que yo corresponderé con todo respeto, para ella y sus hijas. No, señora, enfermera del parque Juárez, aléjese, estoy bien. No, no, ¿a quién llama?, ¿a la Cruz Roja?, pero ¿quién está enfermo?, ¿quién se siente mal?, yo solo estoy aquí sentado, disfrutando de la fuente saltarina y del aire de la mañana. Señores, déjenme admirar el sol de la mañana, no me quiten el aire, me sofocan, me limitan la respiración, aléjense de mí, váyanse, sólo estoy descansando. Tengo que llegar a mi oficina, a esa vieja oficina de archivo en donde he pasado casi 30 años, lleno de papeles viejos, de hojas amarillentas, de paquetes viejos, como yo, viejo y acabado, inútil, que hoy empezará una nueva vida al lado de Norma. No, señor, no me toque, no se me acerque. ¿Por qué presiona mi pecho? No, no me tape el sol brillante de esta mañana. Yo estoy bien, solo tengo que llegar a mi oficina y entregar esta carta, esta carta que transformará mi vida, que me llevará a una nueva vida, al lado de Norma, esa mujer hermosa que me despertará a partir de mañana y hasta que cumpla yo cien años a su lado. Sí, de ahora en adelante ya no necesitaré los rayos del sol que atraviesan entre los ficus del parque para llegar a mi buró y asentarse en mi almohada y mi rostro, para despertarme. No, todas la mañana me despertará la luminosa sonrisa de Norma, esa mujer con cuerpo de ángel, enviada por Dios para atender mis últimos 30 años de vida. Sí, con ella a mi lado llegaré a los cien y luego le dejaré mi pensión de 30 mil 58 pesos mensuales que le aligerarán la vida. Aléjese señor, ¿por qué me sube a esa camilla? ¡No me toque! ¡Déjeme! ¿Muerto? ¿Quién está muerto? Aquí solo estamos nosotros y yo, intentando descansar, de tomar un poco de aire fresco, de salir avante de esta mañana depresiva y de caminar para llegar a mi trabajo de archivista, en esa oficina en donde he desgranado y perdido mi vida por casi treinta años y en donde encontré a Norma, el amor de mi vida, la mujer que amaré por siempre y a quien entregaré mi pensión de 30 mil 58 pesos mensuales. No estoy muerto, díganles que no me lleven. ¡Déjenme! ¿A dónde me llevan? ¡Prendan la luz! ¡No apaguen la luz! ¿Por qué esta oscuridad? ¿Por qué se hizo de noche tan pronto si hace algunas horas que amaneció? ¿Quién apagó la luz? Señor, señor, ese de la crucecita roja en la camisa, prenda la luz por favor, la luz, la luz, necesito entregarle esta carta a Norma, Norma, Norma. La luuuuuuzzzzzzzzzz.