Maestre habla.
Es Nietzsche quien ha planteado la pregunta, “Goethe es alemán?”. Pregunta muy extraña a primera vista, pero se trataba, para ese gran demoledor de valores en curso, de someter a una escrupulosa crítica el “culto de Goethe” que había tomado en la Alemania Guillermina proporciones de una verdadera religión nacional, con sus teólogos, sus dogmas, sus archivos, sus congresos y su vasta cofradía de “especialistas en goethéismo”. Toda Alemania parecía admirarse a sí misma en su poeta. Tocar a Goethe era tocar lo más sagrado que había en un patriota alemán, herir su amor propio en sus susceptibilidades nacionales más sombrías, en el orgullo de su “cultura”. A fin de cuentas, nosotros somos el “pueblo de Goethe” declaraba el filisteo pretendidamente “cultivado” enorgulleciéndose. Esta idolatría pedantesca daba náusea al gran demoledor de ídolos que representaba el autor de “Así hablaba Zarathustra”. No es que se propusiera ciertamente derrumbar la admiración que la persona y la obra de Goethe podían reivindicar legítimamente. Echar del Templo a la plebe de parásitos arrogantes e instaurar un nuevo culto, más personal, más verídico, reservado a una “élite” de conocedores, he ahí el pensamiento en el cual se inspiraba. “Goethe”, decía él, “dejaba tan atrás a los alemanes, que no debe ser considerado como uno de ellos. El representa una fanfarria que ellos lanzan de tiempo en tiempo más allá de las fronteras”. Goethe es el hombre universal, como lo ha dicho uno de los grandes poetas franceses: Paúl Valery, él puede ser colocado no importa en qué tiempo, no importa en medio de qué pueblo, y no parece pertenecer más que por accidente a la raza de la cual forma parte. Esta “universalidad” no representa en Goethe un milagro directamente caído del cielo. Ella fue más bien el fruto lentamente madurado de una larga y perseverante experiencia humana. Para convencerse basta releer las páginas de su Autobiografía (en Dichtung und Wahrheit) donde evoca la historia de su infancia en la vieja e imperial ciudad alemana de Frankfurt am Main. El joven Wolfgang Goethe absorbe, revuelto, todo el repertorio francés, Corneille, Racine, Moliere, hasta Destouches, Marivaux, Diderot, Rousseau. “No podéis figuraros”, declaraba más tarde a su fiel confidente Eckermann, “el ascendiente irresistible que ejercían sobre mí, en el tiempo de mi juventud, Voltaire y sus grandes contemporáneos franceses y hasta qué punto sus personalidades dominaban desde lo alto toda la intelectualidad de esa época. Yo no he puesto suficientemente en claro en mi Autobiografía, la influencia que esos hombres han ejercido sobre mi juventud ni he dicho cuántos esfuerzos me ha costado liberarme de su poder y aprender a volar con mis propias alas”. Esta liberación se produjo en abril de 1770, cuando el joven estudiante de Leipzig se hizo matricular en la Escuela de Derecho de Estrasburgo, con la segunda intención de obtener un puesto en la administración francesa. Es en este año de 1770 que parece en efecto haberse producido ese “primer despertar de la juventud” -Jugendbewegung, como se dirá más tarde- donde se afirma el conflicto entre la nueva generación intelectual alemana y la civilización francesa encarnada en Voltaire. Esta civilización francesa había impuesto, aun en las Cortes alemanas, su lengua, su literatura, sus modas, su vida de sociedad. El francés era la lengua oficial de la diplomacia. Se concibe el sentimiento de indignación que debían sentir esos jóvenes a quienes no se ofrecían más carreras que las de profesor o pastor. El corto período de germanismo agresivo que también Goethe había atravesado no fue más que una crisis pasajera a la cual parece hacer alusión en las últimas partes de su novela “Werther”. Se ha pensado que el pesimismo de Werther tenía al menos en parte su fuente en esta rebelión de la juventud alemana sublevada contra la civilización “a la francesa”. Nada más cuestionable, Werther tuvo éxito mundial. Toda una generación europea fue alcanzada por el contagio wertheriano. Se sabe que el general Bonaparte profesaba la más grande admiración por esa novela que llevaba consigo en Egipto. El menos tocado por la crisis, fue quizás el mismo Goethe. “Esta época wertheriana”, dijo más tarde a Eckermann, “es menos una época particular de la historia que una edad de la vida humana, la edad en que todo individuo, nacido con el sentimiento natural de la libertad se ve obligado a adoptar las formas de un mundo más antiguo. Las trabas que ese mundo pone a su dicha, a su actividad, los rechazos que le impone a sus deseos, son males que no pertenecen a una época particular de la historia, sino que alcanzan a cada individuo; y debería lamentarse aquel que, al menos una vez en la vida, no hubiera atravesado un período, en el cual Werther le pareciera escrito particularmente para él”. Fue en Italia, en Roma, que Goethe tomó conciencia de aquello que su alma de europeo sin patria, desgarrada entre mil solicitaciones contradictorias, llevaba aún en ella de irresoluto e inacabado. Fue allí, ante el espectáculo de la Ciudad Eterna, que se sintió poco a poco calmado, regenerado, acorde con una duración estable y secular. Esa nueva experiencia fundamental, la documentó en una obra que no podía ser terminada más que bajo el cielo de Italia, su Ifigenia en Taúride. “He ahí un hombre!”, exclamó Napoleón viendo entrar en su habitación en Erfurt, a ese Goethe que le había sido representado como el más grande poeta de Alemania. A su vez, el poeta había recibido el mismo choque, al encontrarse frente a frente con el Emperador de los franceses, amo de Europa. Sí, Napoleón era un hombre, lo cual quiere decir que él tenía el privilegio de existir en carne y hueso, como personalidad viviente, llevando en su cerebro una imagen de Europa que no era una pura utopía. Napoleón fue para Goethe el único hombre en el mundo de la política por quien se haya entusiasmado. Así lo confirma J. E. Spenlé. Aun vencido y proscrito, el prisionero de Santa Helena continuaba representando a sus ojos una personalidad providencial comparable a aquella que él mismo había realizado en el orden cultural. Este acercamiento fue señalado por primera vez por Nietzsche. “Dos grandes tentativas”, escribía él, “han sido hechas para traspasar el siglo XVIII. La primera tomó cuerpo en Napoleón que ha resucitado las virtudes del soldado en el hombre, y la guerra de gran estilo, la lucha por el poder concibiendo a Europa como unidad política; y la segunda tentativa, pertenece a Goethe soñando en una cultura europea que reuniría todo aquello que el hombre había realizado en ese dominio”. Sería preciso analizar el volumen notablemente documentado de Ferdinando Baldensperger, titulado Goethe en Francia para hacerse una idea del lugar ocupado en toda nuestra vida artística y literaria por el Maestro de Weimar durante todo el siglo XIX. Fue ante todo el entusiasmo por Werther lo que desencadenó en Francia una epidemia de melancolía wertheriana. Más tarde, el descubrimiento de ese mundo fantástico poblado de apariciones maravillosas donde se desarrollaba el Fausto de Goethe fascinó a una segunda generación romántica, compuesta principalmente por pintores, como Delacroix y músicos como Berlioz, autor de la Condenación de Fausto. Una tercera generación más bien filosófica e histórica, aquella de los Quinet, de los Renan, de los Taine, dedicó un culto más bien ideológico a la Alemania de las grandes ideas religiosas y morales, concentradas en Goethe. Goethe no ha cesado de elevarse y de crecer. Es preciso reconocer en el hecho de su irresistible engrandecimiento, una necesidad profunda de su naturaleza y de ese prodigioso instinto organizador que trabajaba por manifestarse en su persona. Soportaba todo esto sin envanecerse: “Qué soy yo mismo?”, declaraba. “Qué he hecho?”. “Mis obras están nutridas por millares de individuos diversos, por ignorantes y por sabios, por gentes de espíritu y por tontos; todos ellos han venido a ofrecerme sus pensamientos, sus facultades, sus maneras de ser; yo he recogido a menudo la siega que otros habían sembrado. Mi obra es la de un ser colectivo que lleva el nombre de Goethe.
www.sergeraynauddelaferriere.net 9 Serge Raynaud de la Ferrière Propósito Psicológico XXXIII