Quien iba a pensar que, bajo las tablas, hubiese una tumba desconocida. Cuando se murió el último propietario del casco de la vieja hacienda, la casa quedó abandonada. Antes, la casa grande llena de personas. Después, la casa grande abandonada. Antes, la casa grande llena de bullicio, de gritos, de risas, de rosas de castilla frescas. Después, la casa grande quieta, secas las rosas de castilla, varejones sin vida, la casa vieja y derruida. Los potreros y las fincas habían sido repartidos por el último patrón a los viejos trabajadores de la hacienda. Doña Agatha, la última esposa del último patrón, dio cristiana sepultura a su esposo. Doña Agatha no tuvo descendientes. La casa grande era inmensa, muy grande, más grande se sentía cuando se quedó sola. A la muerte de su esposo, doña Agatha se fue a vivir a la pequeña casa del caporal. Doña Agatha abrigó en su corazón la misma soledad y el frío que padecía la hacienda abandonada. Para la última viuda, doña Agatha, el patrón lo era todo, era su alegría, su aliento y su razón de vida. Por eso doña Agatha, cuando murió su esposo se enjutó, palideció, y se abandonó a esperar la muerte. Entre hermanos y primos, seríamos quince, decidimos todas las tardes acompañar a doña Agatha con el “mínimo” interés de ir a comer ese pan de repostería que le quedaba de “rechupete”. Pero ese primer domingo de enero, cinco años después de la muerte del patrón, oímos un alboroto por las calles empedradas de la hacienda. Corrimos rápido a ver qué pasaba. Sí, doña Agatha estaba muerta. En la noche la velamos. Al otro día la enterramos. Y cuando cerraron la caja de madera de pino donde estaba doña Agatha, pareciera que su soledad, que siempre la acompañaba, decidió irse con ella buscando una mejor “vida”. Como doña Agatha, su soledad también había muerto quizás. Doña Agatha le había dicho al caporal que, a su muerte, dispusiera de la casa grande. Emigdio, el viejo caporal, en pocos días cedió la casa para una escuela. Pero pidió Emigdio que todos ayudaran a reconstruir la casa. Y se empezó a desmantelar la casa. Todo aquello de madera estaba podrido. La hacienda tenía amplios jardines, caballerizas, porches, una capilla, muchos cuartos, un gran comedor. Y una extensa cocina con loza y peltre colgados en la pared que le daban ese toque añejo de los años. Y los pisos, como toda casa antigua, eran de madera. Para hacer los pisos, se ponían horcones gruesos después de aplanar el terreno, y encima se colocaban tablas de madera dura clavadas sobre los horcones. Los tablones más resistentes que se ocupaban en ese entonces eran de guayacán, un árbol que el patrón había traído de otras tierras. Había un espacio vacío entre el piso de tierra y las tablas. En ese espacio vacío se metían animales de campo: tlacuaches, víboras, conejos, tilcampos, zorrillos, arrieras, sapos, gatos, lagartijas. Ahí se disputaban el territorio y se mataban unos a otros. En veces, a la luz de la vela nocturna, lográbamos ver los ojillos vivarachos de algunos animales a través de las rendijas de las tablas. Y cuando Emigdio y los trabajadores empezaron a levantar el piso, las tablas húmedas se quebraron cediendo su vida al calendario del tiempo. Cuál sería la sorpresa que, en el área donde estaba el comedor, encontraron una tumba de ladrillo y un esqueleto descarnado de cuando menos cien años. No se sabía, ni se tenía idea, de quien era la osamenta. Los trabajadores más viejos de la hacienda no recordaban algún incidente. A raíz de que abrieron la tumba y luego la taparon, empezaron a verse “apariciones”. En las noches los perros ladraban horriblemente, más que ladridos se quejaban erizando sus lomos. Los perros hacían “bola” y ladraban en dirección a donde estaba la tumba. Doña Tiburcia decía que sus hijos, cuando regresaban de un velorio, vieron a un charro vestido de negro en la esquina del machero, y cuando lo enfocaron se fue caminando mientras le sonaban las espuelas en las piedras. Moraleja: la tierra siempre ha guardado secretos. Doy fe.
Juan Noel Armenta / Zazil Armenta