Por Ramón Durón Ruíz (†)

cierta ocasión preguntaron al viejo campesino de Güémez: ¿Por qué tienes en el más grande de tus respetos a todos los “viejos” y abuelas de los pueblos? Será porque éste Filósofo, en cada abuelo y abuela encuentra un santuario a la vida, al amor y a la esperanza.
Las abuelitas y los “viejos” sabios de Güémez, –como los de todos los pueblos– son ángeles que hacen grande cada espacio que tocan; DIOS los dispuso para que al ser recipiendarios de las enseñanzas y sabiduría de los años, arropen con su sapiencia a las nuevas generaciones.
Hombres y mujeres de espíritu puro y de corazón transparente, seres maravillosos que viven cada instante de la vida a plenitud, que se regocijan en las pequeñas alegrías y en los cientos de milagros que el universo les obsequia cada día. Abuelas y “viejos” a los que la vida les dejó la enseñanza de ser cada día más humildes… más humanos.
Mientras hay hombres ilustrados que en sus estudios y análisis documentados y metodológicamente pulcros utilizan palabras rimbombantes y la locución docta –sólo accesible entre ellos– nuestros abuelos y abuelas se recrean en la sencillez del lenguaje y con él, en la simplicidad de la vida.
Sabios por derecho propio, han aprendido en el trajinar de la vida y con la vida misma; siempre tienen a flor de boca una palabra de aliento, –que nos impulsa a ser mejores de lo que somos– un elogio, una oración y el agradecimiento, será porque ilustrados al fin, saben que ser agradecidos con el Señor, es el mejor camino para una vida sana, próspera… plena de abundancia de bienes y felicidad.
Nuestras abuelas y “viejos” apoltronados en sus antiguos sillones de palma, gozan de las charlas más amenas, que al soltarlas al aire –como juegos malabares– con la simplicidad de un niño, atrapan nuestros sentidos; siempre están dispuestos al servicio y al sacrificio; a hacer el bien por el bien mismo, sueñan y viven con la intensidad del cielo, sin mediocridades, espontáneos en el afecto, capaces de sembrar paz y tranquilidad en su suave caminar, conectados a través del amor con el universo.
Y como dijera Ben Okri: “Lo auténtico que tienen nuestros abuelos, es esa capacidad de crear, de superarse, de resistir, de transformar, de amar y de ser más grandes que sus sufrimientos” por eso, gozan cada instante de la vida a plenitud.
Las abuelas y los abuelos, saben que hablar de las crisis es promoverlas, por eso hablan de nuestros valores, de lo bueno, de lo que nos distingue y honra, siempre gozan el don de una sonrisa y del buen sentido del humor, será porque saben que la sonrisa transparenta un alma que disfruta los goces de la vida y que el buen sentido del humor es una parte importante de la dieta de una persona que sabe diferenciar lo permanente de lo transitorio.
A su vez, los abuelos son un libro abierto de sabiduría, una lección permanente de vida, un ejemplo vívido de celebrar la existencia diaria, de aprender a sentir el anhelo de volar; de nunca temerle al cambio, que es una excelente oportunidad para crecer; de saber que todos los días la vida se concentra en un instante; que si la muerte es evidente, fuerte y grande, la vida lo es más; de ellos he aprendido que la vida es como los toros: hay que entrarle de frente, porque buena o mala… es la única que tenemos.
Para nuestros abuelos, todo problema tiene solución, habitualmente son buenas oyentes y lo que es aún mejor, siempre escuchan la voz de su corazón y alientan a los demás a hablar en el lenguaje universal del amor, permanentemente se interesan por todos, mostrando simpatía por sus opiniones, siendo generosas en la aprobación, abundantes en los elogios; llenando siempre al visitante de atenciones, haciéndolos sentirse en casa; gozan de la simplicidad y la humildad a flor de piel, será porque han aprendido que se requiere demasiada inteligencia para ser humilde.
A propósito, “una de sus nietecitas pregunta a doña Ovárica, –señora de 91 años de edad, estimada, respetada y muy querida por sus nietos:
— Abuelita ¿cuántos años tienen de casados mi abuelo y tú?
— Mira mi’jita, en diciembre cumpliremos 72 años –responde amablemente la viejecita.
— ¡72 años! –exclama la nieta– a la vez que le pregunta: ¿Y jamás pensaste en el divorcio?
— ¡DIOS me libre! –vocifera la abuelita– en el divorcio jamás pensé… ¡EN MATARLO ¡SÍ!!”
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