El pasado noviembre se dio a conocer un ensayo de la filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975), que había permanecido inédito durante medio siglo: La libertad de ser libres. Parte de él y bajo el título “Condiciones y significado de la revolución” se publicó en El País (04.11.18).

Arendt sostiene que el término revolución en sentido genérico, en independencia de cuándo y por qué apareció, “tiene la misma edad que la memoria humana”. Pero añade que no existe excusa para el uso “indiscriminado del término revolución”.

La filósofa plantea que “antes de que se produjeran las dos grandes revoluciones del siglo XVIII (Estados Unidos y Francia) y de que apareciera el sentido específico que adquirió luego, la palabra apenas ocupaba un lugar destacado en el vocabulario del pensamiento o la práctica política”.

Al inicio, dice Arendt, el uso político fue metafórico, se tomaba de la astronomía, y “describía el retorno a un punto preestablecido, por ende, un movimiento, el regreso a un orden predeterminado”.

La palabra se utilizó por primera vez en la Inglaterra de 1660 “con ocasión del restablecimiento de la monarquía, tras el derrocamiento del Parlamento Remanente (…) Pero incluso la Revolución Gloriosa, el acontecimiento gracias al cual el término supo encontrar su sitio, de forma harto paradójica, en el lenguaje histórico político, no fue concebida como una revolución, sino como la restauración del poder monárquico a sus antiguas rectitud y gloria”.

En su origen, la palabra revolución significa restauración “y el contenido de dicha restauración era la libertad”, dice la filósofa. Y eso vale para las dos grandes revoluciones del siglo XVIII. “Y en el transcurso de ambas revoluciones, cuando sus actores iban adquiriendo consciencia de que se habían embarcado en una empresa completamente nueva y no en el regreso a una situación anterior, fue cuando la palabra revolución adquirió, por consiguiente, su nuevo significado”.

Para Arendt “lo sucedido a finales del siglo XVIII fue en realidad un intento de restauración y recuperación de antiguos derechos y privilegios que acabó justo en lo contrario: en el desarrollo progresivo y la apertura de un futuro que desafiaba cualquier intento posterior de actuar o de pensar en términos de movimiento circular o giratorio”.

Así, continúa, “mientras la palabra revolución se transformó radicalmente en el proceso revolucionario, ocurrió algo similar, pero infinitamente más complejo, con la palabra libertad. Mientras que con ella no se pretendía indicar nada más que la libertad ‘restaurada por la voluntad de Dios’, seguiría refiriéndose a los derechos y libertades que hoy asociamos con el gobierno constitucional, lo que propiamente se llaman derechos civiles”.

La filósofa sostiene que “ninguna revolución, independientemente de con cuánta amplitud abra sus puertas a las masas y a los oprimidos (…) se ha iniciado nunca por ellos. Ninguna revolución ha sido jamás obra de conspiraciones, de sociedades secretas o de partidos abiertamente revolucionarios. Hablando en términos generales, ninguna revolución es posible allí donde la autoridad del Estado se halla intacta, lo que, en las condiciones actuales, significa allí donde cabe confiar en que las Fuerzas Armadas obedezcan a la autoridad civil”.

RubénAguilar

El Economista