Luis Gastélum

Gabo estaría cumpliendo 92 años si no se hubiera muerto un jueves santo de luna roja, entre una granizada épica y un temblor de miedo

Doscientos cuarenta años de fama: Cien años de soledad, noventa y dos de edad (que cumplió este pasado seis de marzo) y cincuenta y uno de su máxima obra. Y así andaba el mundo: su mirada fija, escudriñadora, y sus ojos pizpiretos; su sonrisa, entre sardónica y coqueta, como arma contra cuestionamientos absurdos, ajenos a su oficio: periodista exiliado en la literatura. Hasta que murió como Ursula Iguarán: un jueves santo, entre una Luna roja, una granizada épica y un temblor de miedo: “Digno marco cósmico para el inventor y cronista de la realidad mágica de Latinoamérica”, dijo el también desaparecido Tovar y de Teresa en su homenaje palaciego un día después de la increíble muerte de Gabriel García Márquez, el 17 de abril de hace cuatro años. Así paseaba su rostro sonriente, a veces en un vaivén entre simpatía, miedo, burla, hartazgo y lástima ante tanta pregunta insulsa. Quizá por eso, como él mismo decía, seguía esperando a su entrevistador. “¿Qué lo trae por este país?”, y la pequeña grabadora, cuyo uso odiaba y denostaba de ella, ya invadía los alrededores de sus delgados labios y su bigote blanco de corte impecable. “Esta es mi segunda patria”, respondía, no sin enfado, en el aeropuerto de cualquier país de cualesquier continente que se encontraba y siempre en su misma lengua y su tono de soprano caribeño: “Irremediablemente vuelvo a su lado como se vuelve a una amante a la que se deja de ver, pero que ni el tiempo ni la distancia consiguen que la olvide ni aminore el deseo de estar con ella, sino todo lo contrario”. Sonreía en un vano intento por huir. Mejor era darles unos minutos. Luego, entre pregunta hereje y respuesta evasiva, no perdía el tiempo para regañar y dar cátedra de lo que debe ser un periodista y de lo que ya se perdió y cómo la tecnología, con esa cosa que todo lo graba, ha invadido la parte del cerebro con la que se piensa y se crea. Pero para los adictos a la nueva tecnología y al boletín oficial nada importaba: ya estaba el registro de sus palabras: “¿Qué opina de los últimos acontecimientos?”. Y la grabadora reproducía su media voz: “Usted quiere que me saquen del país”. Memorioso es su enojo y protesta contra los periodistas, sobre todo los mexicanos, cuando en 1982 acudió a Estocolmo a recoger el millonario cheque y la medalla de que consta el Premio Nobel de Literatura, aquella ocasión en que, rompiendo con el protocolo monárquico de Suecia, asistió a la real ceremonia vestido de guayabera y habló de la sufrida y acosada América de Bolívar. Al frente de su guayabera blanquísima brillaba una medalla dorada antes de que le colgaran la que reproduce la imagen de Alfred Nobel. En declaraciones posteriores señaló, a manera de reclamo, “la falta de ojo” de los periodistas, más de los mexicanos, por no fijarse en esa medalla que le antecedía a la del Nobel y con el escudo nacional de México: era el Aguila Azteca, esa que el Gobierno de México entrega a los extranjeros por su aportación y promoción de la cultura mexicana. Y fue aquel Nobel que le turbó su andar y le acrecentó el estorbo, como él decía de su fama. La detestaba porque no le permitía disfrutar lo mismo que el simple mortal. Contrario al grueso de los más de 7 mil millones que caminamos pisando la tierra, él era quien más deseaba en el mundo pasar inadvertido. Lástima, pero ya era imposible. Cien años de soledad, su novela cimera publicada por primera vez en junio de 1967, le dio lo que era y lamentaba: un condenado de la fama, un desgraciado aracataquense que un día la necesidad lo llevó a escribir las historias que le contaba su abuela y la gente se las creyó. “No puedo leer Cien años de soledad sin cierto sordo pánico –escribió su amigo y paisano el poeta Álvaro Mutis, también fallecido, en el prólogo de la edición especial de la novela publicada en 2007 por la Real Academia Española de la Lengua–. Toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano. Hay en ella una sustancia mítica, una carga adivinatoria tan honda, que pierdo siempre la serenidad necesaria para juzgarla. Sigo creyendo que es un libro sobre el cual no se ha dicho aún toda la deslumbrada materia que esconde. Cada generación lo recibirá como una llamada del destino y de tiempo y sus mudanzas poco podrán contra él”. Entonces, Gabo, como amistosamente se le conocía, se hizo Nobel y desgraciado. Lástima. Mejor hubiera sido que siguiera siendo aquella inquieta Jirafa que le contaba a la gente cómo le sucedían las cosas a la demás gente. Y sin grabadora. En ocasión del Nobel, su madre le confesó a un periodista que las historias que contaba su hijo en sus libros eran ciertas, pero le advirtió que no difundiera que el también hijo del telegrafista de Aracataca no sabía contarlas y mucho menos escribirlas. Pero los gélidos académicos suecos no pensaban lo mismo que su progenitora y le echaron a perder su tránsito normal por el mundo: en cualquier lobby de cualquier hotel o aeropuerto era asaltado con preguntas sobre el porvenir de las razas y las ideologías, de los sistemas y las letras, de los países pobres y ricos, de la democracia y la tolerancia y de todos esos artículos de primera necesidad que nuestros gobiernos se niegan a incluir en la canasta básica. Y hay de él si no lleva corbata: si la usa, “nomás porque es Nobel”, y si no trae, también. “Luchaba contra el entusiasmo tratando de ser el mismo de siempre”, decía Mutis. Algunos se valen del Nobel para opinar sobre cualquier tema y hasta firmar desplegados de lo que sea. “A mí –decía–, para lo único que me ha servido el Nobel es para no hacer colas”. Pero de todos era conocida su influencia en algunos gobiernos de la entrañable y pobre América Latina, cada vez más lejos del ideal bolivariano y cada vez más cerca de los narcotizados policías del Norte (y nuestros). Un día, en La Habana, contó que él se dedicaba al libro por mera nostalgia, pero que prefería la telepatía: mecerse en la hamaca del balcón de su casa aracataquense que da al río y, mientras las mariposas amarillas revolotean entre lo verde de la yerba y los árboles, cerrar los ojos, imaginar una historia y que el mundo –ejecutivos, intelectuales, académicos, estudiantes, habitantes de los cinturones de miseria, pordioseros andando las calles de las grandes ciudades, indígenas en sus chozas, obreros y campesinos desplazados, católicos y musulmanes, guerrilleros, sobrevivientes de las guerras y migrantes, presos y políticos, honestos y corruptos, etcétera y más etcétera de miseria– también cierre los ojos y reciba la historia que él imagina: su realismo mágico/surrealismo mágico. Terminada la narrativa telepática cada quien regrese a lo suyo, con la ilusión de que al abrir los ojos todos habiten un Macondo sin tantos sobresaltos. Y es que como decía uno de los hijos adoptivos de la familia Buendía, un tal Monsiváis: el culpable de todo es el desgraciado que inventó la realidad. Por eso daba gusto saberlo entre nosotros y que el ilustre aracataquense no haya optado por la telepatía y que, en vez de mecerse en los laureles del Nobel y aún con las molestias que le ocasionaba, nos alegraba saber de él, aunque ya no escribiera. Y es que escribir cuesta y la fama también. Y Gabriel García Márquez lo sabía mejor que nadie: “La fama –decía– sería buena si fuera como un chaleco con botones para ponerla y quitarla”. El expresidente español Felipe González, en entrevista con Juan Cruz para El País, en ocasión del segundo aniversario de su muerte, habló de su honda amistad con García Márquez. Él era uno de los que le decía Gabo: “Ha muerto un amigo con el que me comunicaba más allá de su obra”, dijo, y contó que alguna vez Gabo le preguntaba a la Gaba (Mercedes Barcha), cuando tuvo que releer Cien años de soledad: “Pero, ¿de veras escribí esto?”. González ha dicho que las conversaciones con él eran interminables, sólo se interrumpían si empezaba Serena Williams a jugar al tenis y lo pasaban por televisión. Era muy preguntón, dijo: “Carlos Fuentes era mejor conversador que escritor, Bryce habla como escribe, pero el Gabo era sublime como escritor y como conversador, era un gran preguntón. Narró que una vez Gabo escuchó hablar a Fuentes y a él en público y cuando acabaron un periodista le preguntó qué pensaba. Gabo dijo: “No entiendo nada de lo que han hablado, pero me he enterado de todo”. Felipe González también platicó de su relación con el poder, de una mezcla rara que daba la impresión de que le fascinaba la figura del poder. Y de su lealtad con la verdadera amistad. Un día le dijo Gabo a González: “Seguro que ya has leído eso de tu amigo Vargas Llosa”. Acababa de salir La fiesta del chivo. Él ironizaba. Y Felipe le respondió: “Sí, y tú también”. Y Gabo se mostraba extrañado: “¿Yo?”, decía. Sí, le contestaba el expresidente español, “porque es buena, porque merece la pena, es un thriller fantástico”. Gabo la había leído, claro, pero no le dijo qué le había parecido. “La ausencia de Gabo es un hueco que ya no lleno”, dijo Felipe González en. Y es que todos lo recuerdan por el sueño descrito en el prólogo de sus cuentos peregrinos: “Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. ‘Eres el único que no puede irse’, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos”.