*Oh, los recuerdos, diría el poeta. Camelot.

LA MONEDA (ESCRITO EN OCTUBRE DE 2007)

En un octubre de 2007, presente lo tengo yo, visité Santiago de Chile. Hice un relato de aquel tiempo. Lo comparto ahora. Va:

Del céntrico hotel camino unas dos cuadras. Allí, imponente se ve La Moneda, ese palacio de gobierno que en 1973, en un septiembre negro, fue testigo del derrocamiento de un presidente electo democráticamente, por la bota militar de Augusto Pinochet. Un milico desleal, golpista y asesino. Llego por la parte trasera, por la calle Bernardo O‚Higgins, hay un prado que accesa a la parte posterior. A los lados los ministerios, el de Agricultura, de Justicia, banco del estado y algunos más, entre ellos Relaciones Exteriores. Es la zona de gobierno. Aquella que en 1973 sucumbió al golpe pinochetista. Atravieso la plaza y llego a la vista principal. Allí está, un poco cambiado en su plazoleta de cuando los aviones de caza pasaban zumbando la azotea y arrojaban las bombas sobre el presidente Allende, y la humareda comenzaba a verla el mundo a través de la tele y los noticieros que, aunque no se contaba con la tecnología de hoy, algo llegaba.

EL BALCON

Son 14 ventanales enrejados y 14 balcones en la parte posterior. Ahora allí despacha la presidenta Michel Bachelet, otra víctima de aquellos tiempos cuando perdió a su padre, un general no golpista. Uno camina y siente que la historia va al lado de uno. No es un palacio de gobierno impresionante. Que va. Es pequeño, comparado con el nuestro y con muchos otros de muchos países, pero la historia quiso registrar aquel incidente cuando la democracia se partió en dos y las balas y los fusiles y las bayonetas hablaron en lugar de la palabra. El guía que contrato me lleva y me explica, me señala el lugar donde el presidente se suicidó o lo liquidaron, aunque no entramos, no está permitido, escasamente al patio llamado de Los Naranjos. Los carabineros en guardia firme. Un secretario entra con su seguridad. Nos toca un cambio de guardia. Lo observo. La bandera chilena ondea con el viento tenue. Veo los edificios de enfrente, donde se parapetaron los golpistas. La plazoleta, donde los tanques y cañonetas amenazaban con el fuego. Admiro la puerta llamada de Allende, que los militares habían bloqueado y ahora los vientos de la democracia las abrieron de par en par, asemejando aquel señero discurso cuando, desde el mismo sitio a través de la radio, Salvador Allende dijo: «Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor».

LA ESTATUA

Su parque público es un parque pequeño. Su explanada se camina en menos que canta un gallo. Voy a las estatuas, hay unas cuatro, una del presidente Frei, antecesor de Allende, una más a lo lejos y la más cercana a La Moneda, la del ultimo morador democrático muerto en golpe de estado. Allí está, con sus lentes clásicos, estilizada, de pie viendo al lugar donde gobernó y donde la oposición lo acusaba de ser un presidente de pocos votos, escasamente un 30 por ciento, lo que ahora logran casi todos. Pero en aquellos tiempos la lucha de las derechas y las izquierdas eran terribles. Incruentas. Innecesarias. Hay en la estatua dos leyendas, la del discurso de las alamedas en la parte trasera, y al frente, una placa en mármol con su nombre, Salvador Allende Gossens, y la frase: «Tengo fe en Chile y su destino».

PABLO NERUDA

Había algo más. Después de exiliarse, la viuda de Allende y parte de su familia y su gabinete, el presidente Echeverría quería traerse a México al poeta inmortal, Pablo Neruda, al Nobel chileno, el de 20 poemas de amor y una canción desesperada. Un cáncer lo carcomía y la tristeza del golpe terminó por abatirlo, tres días después. El avión de la Fuerza Aérea Mexicana estaba en las pistas del aeropuerto para trasladar a insigne pasajero. Solo la muerte lo impidió. Acusó al mundo el golpe con un escrito, y rememoro ahora aquella escena cuando los milicos degradados visitaron Isla Negra, su lugar de descanso.

En cama, el poeta los vio revisar archiveros, tirar libros de estantes.

¿Qué buscan?, preguntó.

«¡Armas!», respondieron los militares.

«Aquí las únicas armas son la poesía», dijo Neruda.

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