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Crónica del Poder

La Transfiguración. En este día, 17 de marzo de 2019, celebramos el Segundo Domingo de Cuaresma, Ciclo C, en la liturgia de la Iglesia Católica. El pasaje evangélico de hoy es de San Lucas (9, 28-36) cuyo inicio dice: “Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén”. El texto de Lucas sobre la Transfiguración de Jesús, tiene algunos rasgos diferentes a los de los otros evangelios sinópticos. Mientras que Mateo pone de relieve la manifestación de Jesús como nuevo Moisés, y Marcos describe una epifanía del Mesías oculto, Lucas pone su atención en una experiencia personal de Jesús que, durante su oración ardiente y transformadora, recibe luz del cielo sobre su éxodo o partida de este mundo, es decir, sobre los padecimientos y la muerte en Cruz que debían cumplirse en Jerusalén.

Padecer para resucitar. Lucas enlaza la Transfiguración de Jesús con los relatos anteriores del primer anuncio de su Pasión, de las condiciones de su seguimiento y de la próxima venida del Reino de Dios. El cambio de aspecto de su rostro y las vestiduras blancas son símbolos de la trascendencia divina. La presencia de Moisés y Elías asegura que la parte final de la misión de Jesús, que implica el retorno hacia su Padre Celestial, debe realizarse en Jerusalén, de acuerdo con la Ley y los Profetas, es decir, con la voluntad de Dios manifestada en el Antiguo Testamento. Lucas es el único evangelista que menciona el tema de la conversación de los tres personajes celestiales. El Prefacio de la Misa de la Transfiguración lo resume así: “Porque Cristo, nuestro Señor, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”.

Los Testigos. El texto evangélico prosigue: “Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando estos se retiraban, Pedro le dijo a Jesús: ‘Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías’, sin saber lo que decía. No había terminado de hablar, cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos, al verse envueltos por la nube, se llenaron de miedo. De la nube salió una voz que decía: ‘Éste es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo’. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto”. Pedro, Santiago y Juan, vencidos por el sueño, son presentados en la Transfiguración y en el Monte de los Olivos como incapaces de comprender, tanto la divinidad de Jesús como la necesidad del sufrimiento y la pasión para llegar a la gloria de la Resurrección. Sin embargo, al despertar de su sueño vieron la gloria de Jesús y de sus dos acompañantes. La gloria está relacionada con la vida resucitada y celestial, pero también se manifiesta en las curaciones milagrosas realizadas por Jesús, que estimulaban a la gente para glorificar a Dios. La nube es símbolo de la presencia de Dios. La voz del Padre que señala a Jesús como su Hijo, su escogido, recuerda el episodio del Bautismo en el Jordán. El mandato del Padre a los discípulos para que escuchen a Jesús, significa que deben estar atentos para descubrir su identidad, como aquel que ha de regresar al seno de su Padre Dios a través de la cruz.

Nuestra transfiguración. Los creyentes en Cristo, hombres y mujeres, a través del Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, como nuevas creaturas. La inmersión en el agua evoca los simbolismos de la muerte y la purificación, pero también los de la regeneración y la renovación. Así participamos de la muerte y Resurrección de Cristo, que nos transfigura como hijos de Dios, por encima de nuestra naturaleza dañada por el pecado original y por nuestros pecados personales. Los cristianos estamos invitados a participar y completar los sufrimientos de Cristo, a través de nuestros propios sufrimientos y de la compasión ante los sufrimientos de los demás.

+Hipólito Reyes Larios
Arzobispo de Xalapa

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