Cada quien cree o supone lo que es, considerándose en el promedio de la gente o ubicándose arriba o abajo. Suele ocurrir que se conoce bien, que sabe lo que quiere en la vida y cómo conseguirlo; pero también hay otro extremo, donde habitan los que caminan por inercia, sin rumbo y con llegadas a donde sea. El entorno es determinante para moldear nuestras acciones y reacciones. Varía mucho nuestra forma de ser en función de la sociedad y la economía, y éstas se conforman en la historia, su clima y su dirección. Hay algo de natural en todo pero se sobrepone lo cultural, es decir, el conocimiento y la voluntad de las personas para ser y hacer lo que les dicten su conciencia e intereses. Somos, por tanto, parte de lo colectivo, producto social y explicables por ser de una comunidad. Ni encerrados podríamos prescindir de los demás, con quienes aun en lo básico tenemos interacción. Si la vida pública nos convoca, no podemos perder de vista las obligaciones y derechos que tenemos como parte de la sociedad. El pacto social se debe revisar sin perder de vista su viabilidad, sus retos y adecuación a las nuevas condiciones de la sociedad.
Las familias son el núcleo básico de la sociedad. Siendo tan obvio no es ocioso decirlo y recrearlo en un contexto actual. No se puede perder de vista que pasan por crisis y transformaciones, que son sujetas de las tensiones de la modernidad y la erosión natural de sus pilares claves en la línea de ciertas creencias y políticas demográficas. Con todo lo negativo que las rodee son imprescindibles en la vida social, son identidad y sentido de las personas. De muchas formas las familias fortalecen o debilitan a la sociedad. Familias desintegradas inciden en una comunidad débil y conflictiva. Familias apáticas influyen negativamente en la vida pública. En cambio, las familias unidas y con roles definidos y consolidados fortalecen a la colectividad.
La familia, que inicia con una pareja, pudiendo quedarse en ese tamaño y con ritmos estables y lentos, se manifiesta en pleno con la llegada de los hijos, en singular o plural. La crianza es exclusiva de los padres y las madres, a excepción de su ausencia; la vinculación escolar lleva varias etapas donde las exigencias y responsabilidades son mayores. El desarrollo en su niñez y juventud implica máxima atención y un despliegue de energía y compromiso. No se extraña lo que no se ha tenido. Sin los hijos seríamos incompletos, ajenos a sus inquietudes. Habrá desgaste y cansancio, es natural, pero la experiencia de verlos ser y hacer, de expresar alegrías y tristezas, de observar su crecimiento y definiciones es insustituible.
Somos alguien de origen, somos otros, más y mejores, con los hijos. La descendencia transforma nuestra identidad individual o de pareja por otra más amplia y completa. Son nuestra sangre, motivo, inspiración y esperanza. Los queremos mejores, los sufrimos y gozamos. Nada hay más doloroso, especialmente a las madres, que separarse de sus hijos en la edad que sea, por las razones que sean. Uno tiene que ser respetuoso de los sentimientos de los padres respecto a sus hijos. Separarlos es cuasi criminal, negarles la convivencia trae aparejada inestabilidad y dificultades en su desarrollo. Los hijos no son extension de sus padres, tienen sus cualidades humanas y deben garantizarse. Por supuesto que cuentan con su propia personalidad. Darles formación y herramientas es la clave para que crezcan y aporten a la sociedad. Uno tiene que quitarse el sombrero ante madres que los dejan de ver algún tiempo; sufren con el corazón comprimido y las lágrimas a flor de piel. Somos lo que también son los hijos, conjunto. Son de una manera en la dependencia de los primeros años y de otras cuando crecen y se hacen cargo de sí mismos. Nunca dejan de ser hijos y concentrar atenciones.
Recadito: el cambio con gente soberbia y hueca es más de lo mismo.
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