En 1994, al enterarse de la noticia de la muerte de Kurt Cobain, el autor de Generación X, Microsiervos y Planeta Shampoo, Douglas Coupland, se apresuró a escribir una carta para aclarar las emociones que le provocó el suicidio del cantante de Nirvana.
Incluida en la colección de ensayos y microrrelartos Polaroids from the Dead, el canadiense escribió un emotivo texto en el que refleja toda esa melancolía de una Costa Oeste de Estados Unidos, de una ciudad como Seattle, en la que siempre llueve, de una metrópoli del fin del mundo que perdió a uno de sus “hijos pródigos”.
Con motivo del aniversario 25 de la muerte del líder de la legendaria banda de rock, La Razón te ofrece este texto que suena a grunge.
Carta a Kurt Cobain
Por Douglas Coupland
Viernes 8 de abril de 1994
Querido Kurt,
Yo estaba en Seattle el 4 de marzo de 1994 cuando escuché las noticias —que estabas en Roma— que bebiste demasiada champaña, tomaste demasiados sedantes, Rohypnol, tenías gripa.
Lo que sea. Estabas en coma. Yo una vez viví en Italia en 1984, y recuerdo que ahí en las farmacias daban tranquilizantes como si fueran dulces. Así que la noticia sonó verosímil.
Representantes de la disquera David Geffen siguieron transmitiendo la misma historia por cables seminoticiosos: Kurt Cobain abrió los ojos –Kurt apretó la mano en respuesta a su nombre. Pero nadie en Seattle sintió que las noticias fueran reales. O uno está en coma o no lo está.
Historias apócrifas y verdades a medias se esparcían por la ciudad. Al final era siempre lo mismo: No, Kurt sigue en coma… creemos. Reuters admitió que los reportes previos sobre tu salida del coma eran incorrectos.
La respuesta refleja de todo el mundo era hacer un chiste al respecto, pero al final nosotros no pudimos. De alguna manera creo que hay un disco 33 1/3 dentro de nosotros, y se hubiera sentido como si estuviéramos haciendo scratching con la aguja; descartábamos la ironía. En vez de eso hacíamos chistes sobre compañías disqueras y ambulancias italianas y comida de hospital, pero nunca sobre ti. La estación de radio ponía tus canciones una y otra vez, siempre con la misma noticia: no hay noticias.
Alrededor de las 3:00 tuve que conducir desde el centro a lo largo de la Interestatal 5 hacia Kent y pasar por el KingDome, donde una vez fui a ver a Paul McCartney y Wings en los años 70. Y justo en ese momento tu canción “Dumb” sonó en la radio, y vi un grupo de árboles de cereza que había sido engañado por una primavera anticipada y florecieron, y yo comencé a llorar.
Había llovido en Seattle por dos semanas.
El día en el que entraste en coma fue el primero en el que el cielo incluso consideró despejarse. Era uno de esos días que no pueden decidirse. Las nubes de la tormenta se asentaban sobre Elliot Bay y Lake Washington, aunque también estaba soleado —o medio soleado— sobre los campos de Boeing y al sur, hacia Tacoma. Ese día, el cielo sobre Seattle se convirtió en el corazón de la ciudad —se sentía como si el cielo intentara decidir si brillar u olvidar.
En Kent, pasé delante del proyecto fallido de un hotel, sus paredes de papel alquitranado se habían deshilachado como las vendas de una momia y aleteaban en el viento –como un hotel cubierto de vendas; no tenía ventanas. En la mitad de un campo arado vi un rododendro floreciendo. Rosado.
La radio seguía sin noticias. A lo largo de la Interestatal 5 los árboles de madroño crujían por el viento, y el interior de sus hojas —el lado que toma el oxígeno— destellaba con el color de la savia contra el terraplén de la autopista. Y recuerdo cuando era más joven y visitaba Seattle desde Vancouver –mi recuerdo obligado de esa ciudad era el de una autopista a medias que no llevaba a ninguna parte.
Y seguí pensando en algunos de esos campos que acababa de ver, apenas volviéndose verdes, y cómo esos campos me recuerdan los miedos que tenía cuando era más joven –miedos de que la naturaleza simplemente decidiera no despertar un año. La naturaleza abriría sus ojos, se iría a dormir y nunca regresaría.
Conduje al distrito universitario, donde los estudiantes estaban en una especie de niebla. El tipo de la caja registradora de la tienda de discos no sabía nada. Empecé a ver sólo símbolos que correspondían a la situación: Vi a una mujer joven parada en la esquina con un vestido de flores y botas militares tomando Polaroids a nada; en Denny Way vi a un mensajero en bicicleta, llevando a su lado una bicicleta vacía; de regreso al hotel perdí por un hoyo en mi bolsillo un par de gafas para el sol de 9 dólares —que siempre me gustaron porque hacían que el cielo se viera más azul de lo que en realidad es—.
En KIRO-TV, en la emisión de noticias de las 6:30, mostraron la ambulancia llevándote al Rome American Hospital. Italia. Tú, este niño de aquí, de lo nuevo, perdido en la más vieja de las ciudades. Parecía cruel.
Más tarde en esa noche aún no había noticias de verdad. Pero al menos parecía que hubieras salido de tu coma. Pero luego emergió un nuevo temor, uno tan malo que no podíamos hablar de él directamente, como si las palabras por sí solas le fueran a dar vida propia —el temor de que pudieras salir de tu coma… cerebralmente muerto—. Así que en vez de eso mis amigos y yo hablamos sobre el clima. Tratamos de demostrar si el cielo ese día había estado soleado o lluvioso. Era tan difícil que nadie podía estar seguro. La noche había caído antes de poder ser concluyentes, antes de poder estar totalmente seguros de que el sol había ganado.
Al otro día tú estabas aparentemente bien . En el hospital, preguntaste por una malteada de fresa cuando despertaste. No estabas cerebralmente muerto. O eso parecía. Y el mundo continuó.
Pero también recuerdo haber notado que nunca vi una foto tuya después de ese día, ni siquiera una cuando estabas dejando Europa, dejando el pasado —o una tuya haciendo el signo de la paz para la prensa. Entonces ayer escuché que Nirvana había cancelado en el Tour de Lollapalooza. Y me di cuenta que algo pasaba.
Y hoy estás muerto.
Estaba en San Francisco, conduciendo por la 101 delante del Candlestick Park cuando la noticia salió de la radio, LIVE-105 —la noticia de que te habías disparado. Unos minutos más tarde estaba en la ciudad, estacioné el auto y traté de averiguar lo que sentía.
Y esto es lo que sentí: nunca te pedí que me hicieras preocuparme por ti, pero ocurrió —contra la moda, contra todas las posibilidades— y ahora estás en mi imaginación para siempre. Y supongo que tú también estás en el cielo. ¿Pero cómo, exactamente, te ayuda saber que tú, también, como se dice, alguna vez fuiste adorado?