Toda persona en posición de autoridad comete errores. Lo que diferencia a unos de otros es la manera como se encaran esos errores.   Algunos consideran prioridad su EGO,  y entonces se aferran al error, buscan culpar a otros y jamás serán capaces de reconocer y rectificar, asumiendo por lo tanto, el costo de haber cometido ese error.   Otros por el contrario, cuando cometen un error aprenden de él, y si es posible rectifican y corrigen primero el error, con el fin de no sufrir las consecuencias de haberlo cometido.

 

Cuando no se rectifica y corrige un error los costos son variables en función del nivel del personaje que lo comete.   Por ejemplo un trabajador que cometa un error grave, será seguramente despedido con las consecuencias económicas para él y su familia.  En otros casos el error grave implica incluso daños personales, cuando ocurren accidentes de trabajo que no son accidentes sino simples errores cometidos por el propio trabajador.

 

En otros casos, cuando el que incurre en el error es una persona poderosa, generalmente quienes pagan las consecuencias son otros.   Consideremos los errores cometidos por Napoleón en la batalla de Waterloo, quienes pagaron dichos errores con su sangre y su vida fueron los soldados franceses.   Si se trata de un capitán de industria, él seguirá viviendo con holgura, mientras que los trabajadores despedidos a causa de sus errores, sufrirán las consecuencias.

 

En el caso de los políticos, las consecuencias de sus errores son muchísimo más graves, equivalentes a los errores de un general en batalla, pues de sus aciertos y errores en muchos casos depende no sólo el bienestar de sus gobernados, sino la salud e incluso la vida misma, dependiendo del caso.

 

A nivel nacional hemos visto políticos ascender y descender en la percepción ciudadana en función de sus errores, aciertos o incluso en función del manejo de la comunicación que pudieran tener.  Así, a veces hay malos gobernantes que conectan bien con la población, gracias a lo cual, su período de gracia es mayor.  Y hay buenos gobernantes que no conectan con la población y resultan mal apreciados.

 

En cualquier caso, quien más duro paga los errores del gobernante es el pueblo más pobre e indefenso, sin importar que perciba que su sufrimiento se debe a decisiones del gobernante o no.   Así, el gobernante en turno, cuando por una decisión suya, percibe un descenso en el bienestar de sus gobernados, buscará por todos los medios convencerlos de que el responsable de esa pérdida de bienestar es un factor ajeno al gobernante, sea un enemigo externo, una crisis externa o interna o un enemigo interno.

 

Ese juego de engaños para no asumir la responsabilidad de las crisis generadas por malas decisiones de los gobiernos, ha existido siempre.  Ejemplos en la historia antigua y contemporánea hay muchos.   Así que con un buen manejo de comunicación se puede engañar a la población y no pagar el costo político de una mala decisión  Sin embargo, el daño a esa población será siempre de la mala decisión del gobernante, lo perciba o no el gobernado.

 

De ahí que el dilema que hoy enfrenta el presidente de México es el de decidir si rectifica decisiones que a ojos de los expertos son erróneas, o si continúa con la estrategia de convencer a las masas de que hace lo correcto, a pesar de que las consecuencias ya se comienzan a vislumbrar de manera alarmante en la economía y la salud de muchos mexicanos.

 

Hay decisiones que por haber sido utilizadas como propaganda costarán (a precio de ego) mucho,  sin embargo, es precisamente en la rectificación de los errores, cuando se puede diferenciar a un político que todo lo somete a un cálculo de costo beneficio para la próxima o próximas elecciones, y un estadista, que primero piensa en el país, sin importar si ganará o perderá la próxima elección

 

Hay decisiones que todavía se pueden revertir, como la construcción del tren maya y la refinería de dos Bocas, o reactivar la construcción del aeropuerto de Texcoco.  Estas decisiones han causado la pérdida de millones de pesos para el país, ya que frenaron la confianza y con ello el crecimiento de la economía en aproximadamente 1.5% del PIB.  A quien no maneja términos económicos está cantidad le puede resultar irrelevante, pero si se considera que el crecimiento podía haber sido de 2.5 o 3%, entonces se percibe la magnitud del daño.  Perdemos por malas decisiones de inversión pública de la mitad a casi dos tercios de lo que podría crecer el país.  Y eso en un país con tasas de crecimiento tan bajas es un lujo que no podemos permitirnos.

 

Está claro que hay un proyecto político y quizá exista un proyecto económico en el nuevo gobierno.  El uno no tendrá éxito sin el otro.  El propio gobierno debe de estar interesado en  el éxito de ambos proyectos, ya que, en caso de fracasar en lo económico, es muy probable que también fracase el proyecto político.    Hasta hoy se ha privilegiado la política y el avance del control presidencial de todas las instituciones, dejando de lado a la economía.  Sin embargo, no hay poder humano que permita controlar a un pueblo que repudia a su gobierno, por haberlo empobrecido.   Ni siquiera comprar el 25% del padrón electoral mediante dinero entregado en efectivo.

 

Por lo tanto, el dilema está entre el amor a la patria y el amor propio.  Por el bien de México esperemos que el presidente prefiera el amor a la patria y el bienestar de los mexicanos.

 

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