Uno puede escribir de lo que sea mientras se haga responsable de lo dicho y asuma una postura consecuente en la deliberación pública. Se agradece, creo, cuando se plasman ideas originales, propias; lejos de los coros facciosos y fanáticos o de los grupos de interés. Se puede y se debe, niveles a parte, hablar de lo qué pasa en el mundo y de lo que ocurre en nuestro país; siempre habrá algo que decir y aportar. Las reflexiones públicas o publicadas son referencia y orientación, permiten comparar y, en algunos casos, esclarecer la coyuntura, el rumbo y las decisiones a tomar. Hay de todo en nuestro panorama, hay múltiples puntos de vista para nutrir a la colectividad. Es una apuesta democrática estimular el debate oral y escrito, lo cual supone saber e informarse para aportar algo que sea positivo y contribuya a la toma de posturas claras y sólidas. Sin conocimientos básicos es casi imposible opinar, votar y decidir. Por eso, la cultura y la Educación son pilares y motor de una sociedad fuerte, próspera y libre.

La disyuntiva de pasar de la teoría a la práctica es histórica y universal. La pura teoría es un mundo de confort que puede volverse fantasía, la pura práctica se vuelve mecánica y lleva al estancamiento. En la política, su práctica exclusivamente teórica conduce al rollo y al alejamiento de la realidad, mientras que su ejercicio meramente práctico se vuelve un activismo ineficaz. Recuerdo el poemínimo del gran Efraín Huerta: «teóricos de todo, militantes de nada». Es muy común la imagen de algunos grupos de café, de quienes se dice, peyorativamente, que componen y descomponen el mundo en unas horas. Lograr la síntesis y combinación de los dos polos, teoría y práctica, es un acto de calidad en cualquier campo de actividades pero más exigente en la política. La excepción sería el mundo de la literatura. En la administración pública y la actividad política es algo excepcional encontrar casos de figuras que combinen las dos cualidades y porten, además, credenciales intelectuales de origen. Es extraño ver a un intelectual o destacado académico inmerso en la política. Quien lo logra adquiere extraordinaria relevancia.

En México, hemos tenido o tenemos gente de la talla de Don Jesus Reyes Heroles y Porfirio Muñoz Ledo, hombres de letras y la academia que pudieron ocupar espacios públicos con niveles sobresalientes. De alguna manera también debe incluirse en esa exclusiva lista a José López Portillo. Hay más, por supuesto. En Latinoamérica destacan casos como los del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, quien fue vicepresidente de esa sufrida republica centroamericana, y el de Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura, que intentó ser presidente de Perú. Son nombres tan conocidos que ayudan a ilustrar la idea expresada sobre la disyuntiva y reto de los campos de la teoría y la práctica.

Tener un grado académico es un logro profesional y distingue a quienes lo obtienen. Les abre una área especial en su campo y es garantía de conocimientos sobresalientes, especializados, en su actividad. Lo que no se puede considerar es que los Maestros y Doctores sirvan para todo y, menos, que por esos rangos estén aptos para incursionar en la administración pública, la política y la democracia. Transitar de la academia a la política supone construir puentes de oficio, reglas, trabajo en equipo, responsabilidades, decisiones y sentido común. No es fácil hacerlo. Ningún título lo garantiza. Son mundos muy distintos. Quien lo logra, se vuelve una figura de brillo y alcance infinito. En aspectos sencillos se observa la enorme dificultad de la coherencia democrática entre quienes escriben o enseñan sobre un mundo ideal, del deber ser, y su práctica concreta, de lo que es. En todos los niveles de Gobierno, sobre todo en lo municipal, se observan prácticas arcaicas, facciosas y antidemocráticas que no hacen honor a quienes se presentan con credenciales académicas y universitarias. Para hacer eso, lo de siempre, no se necesita nivel mayor de estudios ni proclamas de regeneración de algo. Siempre tendrán oportunidad de hacer algo mejor. O confirmarán que no pudieron construir los puentes indispensables entre la teoría y la práctica.

Recadito: lo peor de la ignorancia y soberbia es creer que no tendrán consecuencias.

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