“Siempre tuve miedo al futuro, porque en el futuro, entre otras cosas, está la muerte”, le comentó Ernesto Sabato a Jorge Luis Borges en los diálogos que sostuvieron los célebres escritores argentinos a principios de los años setenta. El autor de El Aleph se adelantó al porvenir en 1986 y al autor de El túnel le llegó el irremediable futuro la madrugada del último día de abril de hace cinco años, a poco más de un mes de cumplir un siglo de vida, en su casa del barrio bonaerense de Santos Lugares, en vísperas de un homenaje que tendría lugar al día siguiente en la Feria del Libro de Buenos Aires. Sabato es un poco héroe y un poco santo en Argentina, escribieron los periódicos en su obituario: Idolatrado por jóvenes y estudiantes que admiraban su defensa de la justicia y los derechos humanos, el escritor tenía la singular particularidad de que sus interlocutores solían referirse a él como ‘Maestro’, tan convencidos que nadie dudaba de semejante título, por más que uno mantuviera diferencias con él. De las intelectuales, de las políticas o de algunas conductas, como la de haber validado en un principio la dictadura de Jorge Rafael Videla acudiendo junto a Borges a un almuerzo con el militar golpista. Aunque después, pocos intelectuales como él, hayan puesto el pecho, la pluma y su acción no sólo para combatirla, sino para encontrar las pruebas que forzaran a la Justicia a depositar en la cárcel a Videla y sus sucesores junto a su caterva de esbirros. La obra literaria de Sabato, aunque breve está marcada por esa genial trilogía de novelas compuesta por El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y la terriblemente profética Abaddón el exterminador (1974), ya que el personaje central es un torturador de esos que dos años después comenzarían a operar en las catacumbas de la dictadura argentina y a las que Sabato luego debió investigar cuando fue nombrado presidente de la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (Conadep). Narraba el también desaparecido periodista Miguel Ángel Granados Chapa en su Plaza pública de Reforma que el golpe militar de 1976 dejó a Sabato en un gran predicamento: Aceptó reunirse el 19 de mayo de 1976, junto con Borges y otros intelectuales, con el general Videla, líder del sangriento cuartelazo. Aunque después reconoció que había cometido un error, lo explicó recordando que consultó el paso con intelectuales cercanos que lo aprobaron, y que el asalto al poder de los militares parecía poner fin al funesto régimen de Isabelita Perón, en el que prosperó la Alianza Argentina Anticomunista, y a dos meses del comienzo del Proceso, como le llamó la cúpula militar a su intento de transformar a la Argentina, y eso que aún no mostraba del todo sus macabros perfiles. Sabato, además, aprovechó el almuerzo con Videla para abogar por algunos desaparecidos, lo que no dejó de hacer durante la dictadura, ya desde la trinchera de enfrente. Por eso el presidente Alfonsín le pidió encabezar la Conadep, que realizó la más extensa y detenida investigación sobre las víctimas del despotismo militar. Su texto, en el prólogo al informe de la Comisión, titulado Nunca más pero conocido mundialmente como el Informe Sabato, concluye con una moderada esperanza: “Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976, y servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podremos estar seguros de que nunca más en nuestra patria se repetirán hechos que nos hicieron trágicamente famosos en el mundo civilizado”. Ernesto Sabato Ferrari nació el 24 de junio de 1911 en un hogar burgués de la ciudad bonaerense de Rojas, al igual que sus otros 10 hermanos. Fue hijo de inmigrantes italianos. Su padre era el dueño de un molino harinero en el corazón de la Pampa Húmeda. Dos meses antes de su nacimiento había fallecido su hermano de dos años, llamado también Ernesto, hecho que lo marcaría para siempre. Dueño de varios talentos y pasiones, Sabato fue formado en las ciencias exactas, la física y las matemáticas, en las que se desempeñó de modo sobresaliente. Fue un filósofo de la ciencia. De ahí una idea plasmada en El túnel: “Yo creo que la verdad es perfecta para las matemáticas, la química, la filosofía, pero no para la vida. En la vida, la ilusión, la imaginación, el deseo y la esperanza cuentan más”. Fue también dibujante y pintor, y practicó el boxeo. Militó en el Partido Comunista Argentino, del que se apartó no sin denunciar al estalinismo, cuando esa práctica no era común. Su vida literaria conoció la fortuna desde el comienzo. Su primer libro, Uno y el universo (“A qué otra cosa puede llamarse madurez sino a ese saber que las más hermosas obras no fueron levantadas por hombres como dioses –¿qué mérito tendrían?– sino por seres imperfectos, agobiados por la desdicha, propensos a la ira y la injusticia, al rencor y a la flaqueza”), le dio varios premios y lo instaló en la vida literaria, a la que fue reticente hasta su muerte. Sabato prefirió que se le velara en el club del barrio donde vivió sus últimos años y en el que jugaba dominó, para que lo acompañaran sus vecinos. “Cuando me muera quiero que me velen acá, para que la gente del barrio pueda acompañarme en este viaje final, y quiero que me recuerden como un vecino, a veces cascarrabias pero en el fondo un buen tipo”, contó su hijo Mario que su padre Ernesto se lo decía a cada rato en las postrimerías de su agonía. Se aproximó al grupo de la revista Sur, en la que reinaban las hermanas Ocampo, Victoria y Silvina, así como Adolfo Bioy Casares y Borges. Esa editorial le publicó su primera novela, El túnel, venerada como un clásico existencialista y que cosechó millones de admiradores entre los que se incluyen a Thomas Mann y Albert Camus. Aunque Sabato abandonó la vertiente de la escritura ficcionista, el prestigio de su obra alcanzó para que en 1984 se le otorgara el Premio Cervantes y en cuyo discurso habló de esa otra ciencia que es la fantasía: “Región desgarrada y ambigua, sede de la perpetua lucha entre la carnalidad y la pureza, entre lo nocturno y lo luminoso, campo de batalla entre las Furias y las olímpicas deidades de la razón, el alma es lo más trágicamente humano. Por el espíritu puro, a través de las matemáticas y la filosofía, el hombre exploró el hermoso universo de las ideas, universo infinito e invulnerable a los poderes destructivos del tiempo; aun las poderosas pirámides de Egipto terminan por ser desfiguradas ante el implacable viento del desierto, pero la pirámide geométrica que es su espíritu permanece eternamente idéntica a sí misma. Mas ese orbe platónico no es la verdadera patria del ser humano: es apenas una nostalgia de lo divino. Su verdadera patria, a la que retorna después de sus periplos ideales, es esa región intermedia del alma, región en que amamos y sufrimos, porque el alma es prisionera de su cuerpo y el cuerpo es lo que nos hace ‘seres para la muerte’. Es allí, en el alma, donde se aparecen los fantasmas del sueño y de la ficción. Los hombres construyen penosamente sus inexplicables fantasías porque están encarnados, porque ansían la eternidad y deben morir, porque desean la perfección y son imperfectos, porque anhelan la pureza y son corruptibles. Por eso escriben ficciones. Un dios no necesita escribirlas. La existencia es trágica por esa esencial dualidad. El hombre podría haber sido feliz como un animal sin conciencia de la muerte o como espíritu puro, no como hombre: desde el momento en que se levantó sobre sus dos pies, inauguró su infelicidad metafísica. Así, Cervantes escribió El Quijote porque era un simple mortal. Tierno, desamparado, andariego, valiente, quijotesco Miguel de Cervantes Saavedra, el hombre que alguna vez dijo que por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida: ¡Qué emoción siento ahora, en el final de mi existencia, al ser protegido por su generosa e innumerable sombra!”. Sabato pasó los últimos años en su casa, ciego y sin salir. Y ahí le alcanzó el futuro. En 2004, durante el III Congreso de la Lengua en Buenos Aires, recibió uno de los más cálidos homenajes a un hombre de las letras en Argentina, cuando José Saramago le dedicó el discurso y le arrancó las lágrimas: “Cuando lo fui a visitar a Santos Lugares –dijo el también desparecido escritor portugués y Premio Nobel de Literatura–, le ofrecí a Sabato mi Ensayo sobre la ceguera y él quiso saber qué ciegos eran estos míos, y yo le hablé de los suyos, de su Informe sobre ciegos. Regresé años después, luego fuimos coincidiendo aquí y allá en el mundo, cada vez más próximos el uno del otro en la inteligencia y en el corazón; él, hermano mayor, yo, sólo un poco más joven, dos seres que, en el exacto momento en que finalmente se encontraron, comprendieron que se habían estado buscando para siempre”. Ahora, Sabato y Saramago están juntos para siempre. En todo caso, Abbadón el exterminador habla por ellos y por todos los demás escritores que también le temen al futuro cuando dice: “Debe tenerse cuidado de repudiar a los grandes y desgarrados creadores que son el más terrible testimonio del hombre. Porque también ellos luchan por la dignidad y la salvación. Sí, es cierto, la inmensa mayoría escribe por motivos subalternos. Porque busca fama o dinero, porque tiene facilidad, porque no resiste la vanidad de verse en letra de imprenta, por distracción o por juego. Pero quedan los otros, los pocos que cuentan, los que obedecen a la oscura condena de testimoniar su drama, su perplejidad en un universo angustioso, sus esperanzas en medio del horror, la guerra o la soledad. Son los grandes testigos de su tiempo, muchachos. Son seres que no escriben con facilidad sino con desgarramiento. Hombres que un poco sueñan el sueño colectivo, expresando no sólo sus ansiedades personales sino las de la humanidad entera… Esos sueños pueden incluso ser espantosos, como en un Lautréamont o un Sade. Pero son sagrados”.