Desde que recuerdo en nuestra vida pública se han utilizado etiquetas para definir a los otros y para colgarse a sí mismos ciertos títulos. Como corresponde, casi siempre estas acciones provienen del poder. Es una manera fácil de crear un ambiente político e ideológico. Desde luego que es más artificial que real. Asumirse en lo correcto y la virtud resuelve dudas y da impulso a quien lo hace. No admite críticas y se eleva con humo al pedestal superior. Decirle inferior al otro vía títulos descalificaciones es ganarle el debate sin que tenga que vivirlo. Así oíamos de los revolucionarios y la reacción desde los años quince o veinte del siglo pasado. Había en el guión oficial un partido revolucionario y fuerzas conservadoras o comunistas. Esa visión se reforzaba con un sistema educativo cuya historia contada giraba en torno a los héroes y hazañas de los vencedores. El Presidente de la Republica era casi un monarca, con un poder descomunal, infalible y fuente inagotable de las verdades y los milagros. Disentir, cuestionar o hacer oposición era asunto de valientes, románticos o locos. Estos eran víctimas de burlas y represión. Se negaba la pluralidad. Se padecían monólogos y unipartidismo.

Esa realidad perdió fuerza y razón de ser ante los cambios sociales y las experiencias mundiales. Emergieron movimientos ciudadanos y populares que demandaban espacios y libertad. Así vivimos el movimiento estudiantil del sesenta y ocho, la ruptura electoral del ochenta y ocho y las alternancias hasta los cambios radicales del año pasado. Las etiquetas se fueron esfumando, ya no decían nada. Los grandieolocuentes discursos oficiales se convirtieron en piezas huecas e intrascendentes. Del otro lado, izquierda y derecha, ocurrió lo mismo, en el poder pasajero o en la oposición, se mimetizaron con las élites y abrazaron el pragmatismo para asumirse como parte funcional de un sistema que ya no resolvía lo fundamental para la sociedad. Terminaron representándose así mismos, lejos de los intereses de la gente común. Por tanto, cerraron el círculo del colapso de la representación política y abrieron el camino, cegados por su ambición, a otras fuerzas y figuras respaldas por un gigantesco apoyo social.

Ahora estamos en una realidad política muy distinta en la correlación de sus fuerzas. Apenas hay oposición partidista, débil y confundida, ante un poder presidencial gigantesco, con otros actores y distintas intenciones. En las formas hoy encontramos similitudes con ese pasado surgido de la revolución mexicana. En los contenidos puede y debe ser diferente. Lo que se muestra en el discurso podría empezar a ser preocupante si se sostiene a mediano plazo y si pasa a los hechos. También puede ser un guión aglutinante de los propios y delimitante con los adversarios. Veremos. En lo fundamental el nuevo gobierno con Andrés Manuel a la cabeza se encamina en una ruta normal y razonable en la economía, la política, las libertades y la seguridad. Si se pone el acento en el estilo personal de AMLO puede ocurrir que se comprenda poco y no se anote lo importante. Los tonos y las firmas son intrínsecas a todos los lideres y mandatarios. Pelear contra dichos y gestos es absolutamente ocioso.

En la reiteración de aquellos esquemas del poder ahora también se repite la colocación de etiquetas. Así tenemos que los gobernantes dicen ser liberales mientras que a sus adversarios los tildan de conservadores. No se toman la molestia de definir esos términos y se abusa usándolos para todo y para todos. Hay mucho de injusticia y arbitrariedad cuando se generaliza en eso que es, en realidad, una descalificación. Para efectos de los esquemas discursivos del poder tanto los de izquierda como los de derecha, lo que eso sea, son conservadores. Los periodistas e intelectuales críticos entran casi por decreto al campo de los conservadores. Es el absurdo. Hay una postura antidemocrática en ese tipo de etiquetas. Más clara cuando proviene del poder. Hablar de liberales y conservadores a estas alturas de nuestro desarrollo nacional es limitado y erróneo. Dice todo y no dice nada. Somos otra sociedad, con otra economía y en otro mundo. Puede ser inútil y ocioso plantearnos una diferenciación en esos términos. Es obvio que facilita la narrativa oficial y alinea muy fácilmente a los seguidores. Pero se equivoca. Para enfrentar los grandes problemas nacionales en desigualdad, seguridad, democracia y desarrollo es indispensable la unidad nacional básica, el respeto a los otros, la pulcra observancia de las reglas y un fomento sin limites a ambientes de libertad plena.

Recadito: este primero de mayo el MOPI se mostró vigente y firme.

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