Con su escopeta Boss, con la que solía cazar perdices, Ernest Hemingway se voló la tapa de los sesos. A 55 años del último disparo, siguen doblando las campanas por el gran cazador de tigres, leones y elefantes, quien escribió en Adiós a las armas: “El mundo mata a quienes no se doblegan. Mata con imparcialidad a los muy buenos y a los muy suaves y a los muy valientes. Si no perteneces a ninguna de estas categorías puedes estar seguro de que también te matará, sólo que no tendrá ningún apuro en hacerlo”. Entonces, ¿cómo evitar que el mundo se salga con la suya? En rigor no hay más que dos caminos: matándose uno mismo o escribiendo libros perdurables”. Y Hemingway, el indómito, eligió los dos: el camino de la escritura perpetua lo anduvo hasta el 2 de julio de 1961, cuando se decidió por el último disparo en su casa de Ketchum, Idaho. El otro, el de la decisión de disponer de los hilachos de su vida (tras dos ingresos en la Clínica Mayo y 13 tratamientos de electrochoque por accesos de locura, insomnio y pérdida de memoria), estaba resuelto desde que un periodista le preguntó por el nombre de su sicoanalista y él, Ernest Miller Hemingway, sin titubear le respondió: “Remington”, como decir Boss. Ese domingo se levantó con la luz del día, cuando todavía Mary dormía; bajó a la sala, tomó su vieja escopeta de caza, se puso el cañón en la boca y jaló el gatillo. Murió cuando ya nadie lo esperaba, pues dos veces lo habían dado por muerto en accidentes de aviación. En 1999, en ocasión del centenario del nacimiento del autor de Por quién doblan las campanas, el escritor argentino Abelardo Castillo lo definió en el Clarín como gran cazador, corresponsal de guerra, amante de Marlene Dietrich, alcohólico, pendenciero de taberna y pescador de aguas profundas que armó a su alrededor la imagen del americano bárbaro que diseminó en sus libros y que los periodistas y los fotógrafos ayudaron a perfeccionar; el teniente Hemingway a quien le extraen del cuerpo más de doscientas esquirlas de granada, el héroe que gana la medalla de plata al valor y la Cruz al Mérito, el combatiente por la República Española, el soldado de Normandía o el que se adelanta a las columnas del general Leclerc y por poco libera a París él solo, “fueron o no fueron Hemingway, pero ese personaje construyó su biografía y casi sepulta su literatura”, completaba Castillo. Edmund Wilson, que admiraba la obra del autor de El viejo y el mar, llegó a decir que precisamente ese Hemingway, el hombre público, es el tipo peor inventado por Hemingway. Y tal vez sea cierto, porque uno tiene la impresión de que Hemingway no guerreaba, ni pescaba, ni cazaba por necesidad vital, por brutalidad o por diversión, sino que lo hacía para escribir sobre ellas. Si Roberto Arlt escribió para aprender a vivir feliz, Ernest Hemingway vivió como un desdichado para aprender a escribir. Pero ¿cuál de esas máscaras sobrevive con más fuerza? Gabriel García Márquez lo despidió un día después de su muerte, justo a su llegada a México, con un sentido texto (Un hombre ha muerto de muerte natural) en el que dice que Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: “Un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida”. Para Mario Vargas Llosa “es posible que el Hemingway de carne y hueso fuera un ser caprichoso, desconsiderado y de impulsos siniestros, pero escribió Adiós a las armas”. Fue públicamente un héroe y privadamente un hombre que le temía a la muerte, escribió el poeta Juan Gelman, alguien que se arriesgaba porque no se permitía el miedo, que se desafiaba a sí mismo. En cambio, Borges, sin hacer explícita la referencia a Hemingway, dijo: “Los escritores norteamericanos han hecho de la brutalidad una virtud literaria”. Norman Mailer escribió que cada vez que la vanidad física de Hemingway sufría una derrota, se sentía obligado a embarcarse en una nueva apuesta existencial con su vida: “La mayoría de los hombres –decía Mailer en ocasión de la muerte del escritor de la generación perdida– encuentran una pasión muy profunda en buscar una manera de escapar a su tortura privada y secreta. Es poco probable que Hemingway fuera un hombre valiente que buscara peligro por el solo hecho de experimentar las sensaciones que le proporcionaba. La verdad más probable sobre su larga odisea es que haya luchado con su cobardía y contra un anhelo secreto de suicidio durante toda su vida, que su panorama interior fuera una pesadilla y que se pasara las noches luchando con los dioses. Incluso puede ser que el juicio final sobre su obra llegue a la noción de que lo que no podía hacer era trágico, pero que lo que sí lograba era heroico, ya que es posible que, día a día, cargara un peso de ansiedad dentro de él que habría sofocado a cualquier hombre de menor tamaño”. Hemingway se esforzaba por aprender el arte de escribir comenzando por las cosas más simples; y una de las cosas más simples y fundamentales de todas, decía, es la muerte violenta: “Una vez que se aceptas la regla de la muerte, no matarás se convierte en un mandamiento que se obedece fácil y naturalmente”, escribió el autor de Muerte en la tarde y completaba: “Cuando un hombre se halla aún en rebelión contra la muerte siente placer en arrogarse uno de los atributos divinos: el de quitarse la vida. Si no puedo existir como yo quiero, la existencia es imposible. Así es como he vivido y así es como debo vivir o no vivir”. No habrá ninguna biografía definitiva de Hemingway hasta que se entienda mejor la naturaleza de su tortura personal. Para Mailer, es posible que Hemingway viviera cada día de su vida como al borde del suicidio: “Qué miedo inmenso es ése –escribió el autor de Los hombres duros no bailan–. Es el miedo que se instala en los silencios de sus frases enunciativas cortas. En el momento menos pensado, por alguna falla de la magia, por una derrota insignificante o por un momento de cobardía, Hemingway podía ser arrojado una vez más a las existencias agonizantes de su coraje. Ya que la vida de su talento debió de haber dependido de la vida en un terreno psíquico donde uno o bien debe ser valiente más allá de los propios límites o bien padecer una enfermedad seria; o, en realidad, por la lógica suprema del suicidio, debe adelantar la hora en la que uno haría otro reconocimiento de la muerte propia”. Hemingway le llamaba regla de la muerte a lo que debió llamar regla de la vida, aunque él no haya llegado al punto de aceptarla como mandamiento. Hijo de la nación más poderosa de la tierra, un día, por fin, el Premio Nobel de Literatura 1954 descubrió por qué quería escribir como lo hizo: “Un país, a la larga, se gasta y el viento se lleva el polvo de la erosión, la gente se muere y nadie tuvo importancia, excepto aquellos que ejercieron las artes. Mil años vuelven insignificante la economía, pero una obra de arte perdura eternamente”. Y eterna es su obra y no su muerte o su nacimiento. Aún así, hoy recordamos su ausencia y el próximo 21 de julio volverán a doblar las campanas en la casa de los Hemingway en Oak Park, Illinois, donde hace 119 años el patriarca de la familia tocó las fanfarrias con su corneta par festejar la llegada de un hijo varón: Ernest.