Por Ramón Durón Ruíz (†)

Este 19 de septiembre, se conmemora un aniversario más del terremoto que, ese jueves a las 7:19 horas del año 1985, cimbró las estructuras físicas y espirituales de los habitantes de las zonas centro, sur y occidente del país. A pesar de que en México han habido múltiples temblores, éste liberó una energía de dimensiones inesperadas, porque a la vez fue trepidatorio y oscilatorio, convirtiéndose en el más significativo y exterminador de nuestra historia, pues superó por mucho los daños causados y la intensidad de anteriores sismos, incluido el terremoto de 1957.
Se desconoce el número exacto de víctimas, pero fue de proporciones de desastre, que hizo imposible que las autoridades tuvieran la capacidad de respuesta inmediata y eficiente ante tan grave conflagración, en tal sentido surgió en el pueblo un espíritu de solidaridad, un gesto de fraternidad digno de enaltecimiento.
El terremoto confirmó la idea de que diariamente vivimos al límite de los milagros, centenas de seres humanos fueron rescatados con vida de entre los escombros, en lugares en los que parecía imposible la subsistencia, muchos de ellos aún después de pasadas dos semanas. No había explicación científica que sustentara su vida… sólo un poder divino lo revelaba.
El prestigiado académico mexicano Dr. Ricardo Varela Juárez, profesor e investigador, autor de 19 libros y conferencista exitoso. Siendo voluntario de la Cruz Roja Mexicana, en el terremoto, cuenta que “llegaron al cruce de la avenida Monterrey y Durango, en la colonia Roma, donde instalaron un campamento, se pusieron a trabajar en varios edificios devastados por el terremoto.
En uno de ellos –a eso de las 3 de la tarde–, levantaron una pared, debajo de la cual encontraron a un niño que presentaba innumerables golpes, ninguno de gravedad, al que trasladaron al campamento en donde le dieron los primeros auxilios e hidrataron.
Los paramédicos prosiguieron con la noble tarea de sacar algunos muertos y salvar a otros heridos, después de varias horas de exhausta labor volvieron a levantar otra pared, en donde encontraron a una pareja abrazada y destrozada por el impacto del golpe y a sus pies un niño; intrigados lo observaron para luego preguntarle:
— ¿Qué no eres tú el niño que sacamos hace horas de aquí? —Sí.
— ¿Y qué haces en este lugar? –Como me dejaron sólo… ¡me vine con mi papá!”
La moraleja es profunda: ¿Quién es el ser humano que cuando se siente solo, no busca al Padre?
Cuando la adversidad o un momento de aprieto, de prueba o de dificultad laceren tu vida, no permitas que te hagan desfallecer; “si caes, que sea de rodillas para orar y entregarte más profundamente al Padre, poniendo entre sus manos aquello que te agobia”.
Cada nuevo amanecer, el Padre tiene un plan amorosamente enorme para ti… Confía en Él, déjate guiar por su amor y luz, arroja tu pesada carga a un lado del camino, sédele a él tu dolor.
HOY, si tienes un problema ora, si no, también; recuerda que la oración es vital, hace el milagro de trasladar tu existencia al HOY y armonizando tu mente, cuerpo y espíritu, te da una mejor perspectiva de vida, enseñándote que los problemas no son eternos, que el amor y la paz interior te conducen a una vitalidad sin límite, a no malgastar tu poder en el papel de víctima, de lamentaciones, preocupaciones o indecisiones. Déjalos en sus manos, Él como médico divino traerá sanidad a ti.
Si HOY atraviesas por un problema, una pérdida familiar, ausencia de salud o de trabajo, recuerda que el propósito de Dios está muy por encima de eso. Si no tuvieras problemas… estarías en la dimensión de los ángeles.
Resulta que Audumaro y el viejo Filósofo se encuentran en la plaza de la capital tamaulipeca, mientras sus “viejas” compraban en el mercado, ellos paseaban a sus perros. Con el calor de la región se les antojó tomar una cerveza: — Pero no nos permitirán entrar a la cantina con los perros –dice el Filósofo.
— Veremos –responde Audumaro–, sólo haz lo mismo que yo.
Y entra a la cantina Simpliano con su pastor alemán.
— ¡Óyeme ‘abrón! –vociferó el cantinero–, ¡No puedes entrar aquí con perro!
— Señor, es que soy invidente y éste es mi lazarillo. — Está bien –cuchicheó de mala gana el dueño.
A los pocos minutos llega el Filósofo. Molesto le dice el cantinero que no se permite la entrada con animales.
— Pero es mi lazarillo.
El cantinero mira al animal y contesta: — ¡No me ‘ingues! ¿A poco ese chihuahueño… es tu lazarillo?
— ¿Cómo? –exclama el Filósofo con voz de extrañado– ¿ME VENDIERON UN CHIHUAHUUEÑO?
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