La generación trampolín
Pamela Cerdeira

Somos la generación trampolín. La definición no es mía, se la tomo prestada a Adriana Sandoval quien brillantemente definió a aquellos que hoy somos padres de adolescentes. Esa generación que creció educada por padres conservadores. Nuestros padres y madres no cuestionaron la forma en la que ellos fueron criados, algunos con mejor suerte, quizá ejercieron menores niveles de violencia que sus padres, pero no porque fuera una decisión pensada, sopesada o meditada, sólo porque la forma en la que lo hicieron sus padres les parecía demasiado. Aprendieron con el ejemplo y repitieron el patrón, no fue así para la generación trampolín.

Para nuestros padres la diversidad no era ni siquiera un tema. Nuestra generación, la trampolín, la comenzó a discutir. Hablamos con nuestros hijos sobre lo que no hablábamos con nuestros padres. Nuestra generación educó y educa en la libertad que apenas alcanzábamos a imaginar, y que hoy vemos reflejada en la forma en la que nuestros hijos asumen el mundo y a su sociedad.

A diferencia de nuestros padres, la generación trampolín no sueña con el día que sus hijos se casen, les aconseja que vivan en unión libre.

Nuestros padres tenían claro (aunque no correcto) el lugar que ocupaban en una casa el hombre y la mujer. La estructura no sólo no era cuestionada, obedecía a un orden natural, casi divino, sin la cual las familias estaban destinadas al fracaso. La generación trampolín se vio obligada a redefinir esos roles. Este es el grupo de padres que asistió a los psicoprofilácticos, cambió pañales, asiste a juntas escolares y siente culpa cuando no pasa suficiente tiempo con sus hijos, actividades que eran consideradas terreno casi exclusivo de las madres. Aunque la diferencia entre lo que fueron nuestros padres y somos nosotros parezca abismal, la prueba más sutil de que aún falta un largo camino por recorrer está en el pequeñísimo número de hombres que forman parte de los grupos de WhatsApp de las escuelas.

Somos también quienes descubrimos en la terapia que nuestros padres eran la principal fuente de nuestros “traumas”, y con la intención de evitar ser el tema de conversación en las futuras sesiones de nuestros hijos: nos preparamos, compramos esos libros sobre educación, llenamos los cursos y pusimos en práctica todo tipo de técnicas para “criar niños felices”. (Dale “time out”; no le digas que “no”, dale alternativas; déjale elegir para fomentar su independencia, o el pensamiento creativo; ponle videos de Baby Einstein para que aprenda cinco idiomas antes de que sepa hablar.) Fuimos y somos una suma de inseguridades porque la única certeza que teníamos es que el camino por el que nosotros habíamos crecido ya no tenía las condiciones adecuadas para este nuevo mundo.

Dicen que somos la única generación que le tuvo miedo a sus padres y ahora le tiene miedo a sus hijos. Somos a ojos de los mayores demasiado blandengues. No queremos cometer los errores que cometieron ellos, pero inventaremos los propios. Aun así, si logramos que nuestros hijos sean más justos, más abiertos y más generosos que nosotros, algo habremos hecho bien. Y sin quererlo, también le debemos lo que somos, a quienes nos educaron sin hacerse demasiadas preguntas. Hoy nuestras dudas nos permiten aventaros de un trampolín con rumbo desconocido, con la esperanza de que los que vienen, caigan en un lugar mejor.

Tomado de El Economista