Mario Benedetti escribió gran número de artículos periodísticos a lo largo de su vida, una faceta que la agencia EFE se propone recuperar con la distribución, a partir de este martes, de un artículo mensual del escritor uruguayo hasta septiembre de 2020, en que se cumplirá el centenario de su nacimiento, gracias a una cesión de la Fundación Benedetti.
Su faceta como periodista, menos conocida que la de poeta o narrador, tanto de novela como de relato breve, supone un punto elevado de su sentido de “responsabilidad” hacia el lector, como explicaba Hortensia Campanella, presidenta de la Fundación, en entrevista con Efe el pasado sábado.
El primero de los artículos de Mario Benedetti (1920-2009) seleccionados es La soledad comunicante, que fue publicado por el semanario uruguayo Brecha el 23 de octubre de 1987. La distribución de los siguientes se hará el segundo sábado de cada mes.
“LA SOLEDAD COMUNICANTE”
Por Mario Benedetti
Hace unos años, al responder a una encuesta que preguntaba: “¿Por qué escribe? (Liberation, París, mayo 1985) Lawrence Durrell se limitó a burlarse: “A pregunta idiota, respuesta idiota: escribo para vigilarme”. No sé si la pregunta era idiota o sagaz, pero lo cierto es que respondimos a ella 400 escritores de 80 países en 28 lenguas.
La interrogante era también una doble tentación: desarrollar la respuesta en profundidad, o responder con una frase ingeniosa, o que pretendiera serlo. Por supuesto, hubo quienes se inclinaron por esta opción, por ejemplo José Donoso (“escribo para saber por qué escribo”), Enrique Lihn (“escribo porque escribo”), Alvaro Mutis (“escribo por asco, de mí mismo y del mundo”), García Márquez (“para que mis amigos me quieran más”, que casi se repite en la respuesta de Bryce Echenique: “escribo para que me quieran más”), Juan Goytisolo (“si lo supiera, no escribiría”), Philippe Soupault (“porque me divierte”), Leonardo Sciascia (“porque me gusta”), Françoise Sagan (“porque adoro eso”).
Otros respondieron con más realismo y tal vez con lacónica sinceridad: Mary Mc Carthy (“porque sé cómo hacerlo”), Carlos Fuentes (“porque es una de las raras cosas que sé hacer”), Günter Grass (“porque no puedo hacer otra cosa”), Graham Greene y también Fred Uhlmann (“por necesidad”), Danilo Kis (“por sobrevivir”), Samuel Beckett (“porque sólo sirvo para eso”).
Hay por último unos cuantos que, ya que son literatos, al responder hacen literatura. Algunos ejemplos: Rachid Boudjedra (“escribo para no tener frío”), Roberto Juarroz (“porque la poesía es la conjunción más profunda del azar y el destino”), Ricardo Piglia (“porque la poesía es la forma privada de la utopía”), Osvaldo Soriano (“para compartir la soledad”), García Hortelano (“porque no soporto el vacío que es un día sin escribir”), Adonis (“para hacer eco a aquello que Dios ha dicho y no ha escrito”), Jan Erik Vold (“porque si no lo hiciera, faltaría una voz”), Roa Bastos (para evitar que “al miedo de la muerte se agregue el miedo de la vida”), Doris Lessing (“porque soy un animal escribiente”).
Podría decirse que todas las contestaciones caben en un espacio limitado por dos respuestas (dos polos) muy anteriores a esa encuesta: Henri Michaux (“escribo para que lo real se vuelva inofensivo”) y William Faulkner (“escribo para ganarme la vida”). Sin embargo, no hay ninguna de las 400 respuestas (salvo, quizá, la de Osvaldo Soriano) que ponga sobre el tapete tanta verdad como un artículo, titulado precisamente “¿por qué se escribe?”, que en 1933 publicó María Zambrano en la Revista de Occidente y luego incluyó en Hacia un saber del alma: “Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas”. Aislamiento efectivo, pero comunicable. Ahora sí se entiende mejor la respuesta de Soriano: “Escribo para compartir la soledad”.
Por la mente del escritor desfilan verdaderas series o escalas orales, tan informales como irresponsables, pero en el filtro riguroso de la soledad, y a fin de transformarse en palabra escrita, asumen su responsabilidad y también su forma particular, única. Escribir es una manera de organizar el habla, el caos del habla, y en definitiva es un intento, casi siempre vano, de organizar el mundo, así sea el reducido y propio. Más adelante agrega María Zambrano algo que conduce a otro nivel del acto de escribir: “el escritor sale de su soledad a comunicar el secreto”. Ahora bien ¿en qué consiste ese secreto? ¿Y por qué lo comunica en vez de guardarlo celosamente para sí? ¿No será que el secreto es nada menos que la originalidad? Un sustantivo que nunca había colindado con un adjetivo cualquiera; el hallazgo de una sola palabra que transforma un lugar común en un lugar extraordinario; la novedad de una sensación, o mejor aún, la manera nueva de decir una sensación trillada; un matiz inédito en el tembladeral de las relaciones humanas; la vislumbre desconocida de una pasión conocida; la mera invención de una palabra, etcétera, son franjas del azar pero asimismo de la educación de ese azar. Es difícil que el azar comparezca cuando no se empieza por abrirle el camino. La inspiración cayó en desuso, pero el azar o el secreto de crear o la originalidad germinan mejor en tierras fértiles.
El impulso que lleva al escritor a revelar ese secreto forma parte de su oficio, que es comunicar. Es común que el artista, tras un descubrimiento que ha efectuado a solas, quiera de inmediato comunicarlo, así sea oralmente. No importa a cuántos. A alguien. En ese instante no piensa que pueden quitarle un tema, copiarle un desarrollo. El arte es generoso, pródigo, dador, y la verdad es que el secreto del escritor sólo adquiere un sentido cuando se hace público. Si Nietzsche decía (Zambrano lo menciona) que “las cosas son los límites del hombre”, Rubén Darío, en cambio, en su “Coloquio de los centauros”, hace que Quirón (varias décadas antes que el centauro Robbe-Grillet) sugiera: “Las cosas tienen un ser vital”. Es claro que las cosas logran ese ser vital sólo cuando el poeta lo descubre en ellas. Sin la mirada del poeta las cosas son inertes, o, si se mueve, como las máquinas, no son conscientes de su movilidad. O sea que cuando las cosas, gracias al poeta, asumen su ser vital, abandonan su condición inerte y pasan a ser imágenes, metáforas, símbolos, y en consecuencia dejan de ser límites para el hombre.
Semejante operación no justifica ninguna vanidad. El poeta lleva a cabo ese proceso a través de las palabras pero otros miembros de la comunidad, digamos el agricultor, el constructor, el artesano, realizan faenas igualmente reveladoras con sus instrumentos y sus manos, a pesar de que no haya encuestas que pregunten: ¿por qué abres un surco? ¿Por qué levantas paredes? ¿Por qué moldeas esa vasija? El homo faber y el homo ludens no sólo se complementan sino que se influyen recíprocamente. Uno de los escritores convocados por Liberation, el portugués Antonio Lobo Antunes, respondió: “Escribo porque no sé bailar como Fred Astaire”, y esto, que parece (y quizá sea) una broma, un modo de eludir la indagación, también incluye su viruta de verdad. En la escritura cabe el mundo. “Escribo”, respondió Onetti, “porque es un acto amoroso que me da placer”. “Comencé a escribir”, responde por su parte un bienhumorado Vázquez Montalbán, “porque quería ser grande, rico y hermoso”. Y esto, a pesar de su talante, tampoco es mera broma, porque en la escritura cabe asimismo el mito, no sólo el que apunta a la figura admirada, sino también al mito modesto, casi privado: la quimera propia, vocacional.
Vázquez Montalbán la ribetea de humor, pero ¿quién no tiene una personal quimera? Aunque el tríptico de adjetivos no sea el mismo, claro.
Puedo entender a Severo Sarduy cuando confiesa, como razón de su escritura: “No soporto el vacío”, y en cambio me cuesta creer a Milan Kundera cuando limita su escritura al “placer de contradecir”, a “la felicidad de estar solo contra todos”, y no le creo, porque si bien ese placer de contradecir está presente en sus declaraciones políticas, disidentes, en su obra literaria, en cambio, tiene más importancia el placer de decir. Por otra parte, ese alarde casi romántico de “estar solo contra todos”, se inscribe más bien en la tradición de Drieu la Rochelle, para quien la necesaria misión del intelectual era “estar donde no está la muchedumbre. Delante, detrás o al costado, poco importa, pero estar en otra parte”. Curiosamente, esa obsesión lo metió de cabeza, primero en el fascismo, luego en el colaboracionismo con la ocupación alemana, y finalmente en el suicidio, que al fin fue su modo personal de “estar en otra parte”.
¿Será que a veces el escritor cree haber sorprendido un secreto y en cambio sólo ha descubierto (y adoptado) un oprobio que flotaba en el aire? Y entonces, cuando decide hacer público el presunto secreto, no cae en la cuenta de que está comunicando una ignominia. Después de todo, en el sutil entramado de los malentendidos culturales, hay dos que aparecen y reaparecen sin que nadie los convoque. El primero es que el escritor está instalado en su sociedad, y en ella, rodeado y traspasado por ella, escribe; el segundo es que está instalado en su soledad, y en ella, sólo para ella y sin contagiarse del entorno, escribe. De ahí que me parezca tan penetrante y verdadero el hallazgo necesario de María Zambrano cuando dice: “aislamiento comunicable”, asombrosa contigüidad de aparentes contrarios que, a su vez, ella capta como secreto y no vacila en comunicar. (A los bienaventurados que nombra Serrat, quizá podría agregarse esta variante: “Bienaventurados los poetas porque dicen su secreto a voces”).
Por más que un escritor viva sumergido en, o emergente de su medio social (“vivir en una sociedad y no depender de ella es imposible”, decía, con perdón, Vladimir Ilich Ulianof, también llamado Lenin, allá por 1905), tras sus balsámicos o incitantes baños de mundo deberá instalarse en su parcela de soledad, poniendo sus palabras a buen recaudo; pero si verdaderamente quiere que esas palabras, como propone el portugués Vergilio Ferreira, “creen el espacio habitable de su necesidad”, una vez que la soledad le ha ayudado a moldear su secreto, su don de sí mismo, su santiamén insólito, aquella misma necesidad ampliará ese “espacio habitable” para introducir en él al prójimo, al contorno, a la región, al mundo. Pura ósmosis. El mundo es materia prima de cada soledad; la suma de soledades es la savia del mundo.
“No sé escribir porque no sé ser”, musita otro portugués, Fernando Pessoa, en una de las páginas más desoladas de su Livro de Desassossego, y agrega: “No consigo reanudarme”. Afortunadamente el libro tiene 250 páginas más; y digo afortunadamente, porque pienso que, en ese contexto, “reanudarse” es seguir trasmitiendo la soledad, pero es también merecer la soledad del prójimo. Y esto no significa, como proponía Walter Benjamin, que el intelectual no pueda ver el cambio social sino desde la perspectiva de su soledad. ¿Acaso la sociedad no es factor, médula y sustancia de la soledad? ¿Qué es, después de todo, la soledad sino un homenaje al prójimo?