Nos introduce Octavio Paz al segundo capítulo de ‘El laberinto de la soledad’ (1950) al que tituló ‘Máscaras mexicanas’ con esta reflexión, así nada más como para abrir boca y mirarnos ante un espejo:

“Viejo  o  adolescente, criollo  o  mestizo,  general,  obrero  o  licenciado,  el  mexicano  se  me  aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en  su  arisca  soledad,  espinoso  y  cortés  a  un  tiempo,  todo  le  sirve  para  defenderse:  el  silencio  y  la  palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de  esas  almas  cargadas  de  electricidad.  Atraviesa  la  vida  como  desollado;  todo  puede  herirle,  palabras  y  sospecha  de  palabras.  Su  lenguaje  está  lleno  de  reticencias,  de  figuras  y  alusiones,  de  puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables”.

¡Ufff!, qué retrato, qué retrato del mexicano, de nosotros los mexicanos del gran poeta Octavio Paz, y es que no podía yo recurrir a otra prosa tan precisamente descriptiva para prologar esta columna dedicada a José Rómulo Sosa Ortiz, popularmente conocido como José José (71 años), que, como todos ustedes saben falleció el pasado viernes en Miami, Florida. Caray, la escribo apesadumbrado, triste en verdad, con una cierta conmoción porque jamás esperé que el Príncipe de la canción nos dejara así tan de repente.

Sin pudor les voy a decir que el que escribe pertenece a la generación de la televisión y de la radio. Soy un Homo videns, y lo digo sin ambages. Pero no con la connotación peyorativa que le dio a su concepto el maestro Giovanni Sartori en su ya célebre ensayo ‘Homo videns. La sociedad teledirigida’ (1998). No, me precio, y lo digo con mucha satisfacción, soy un hijo de los teleteatros (‘Teatro fantástico’) del enorme Cachirulo, como quien juega absorbí el gusto por las puestas en escena de esos cuentos de la literatura clásica que con el sobrado candor e inocencia de la televisión en blanco y negro nos proyectaba Enrique Alonso, pero jamás –a lo mejor una excepción- me he sentido usado, manipulado o “teledirijido” ni por la pantalla chica y mucho menos por la radio.

Lo que sí es que a través de estos medios masivos de comunicación gané como persona en percepción sensorial, se amplió mi sensibilidad musical y parte de esa comprensión de lo más humano se lo debo a José José. En mi infancia verdaderamente temprana, mis oídos se atiborraron de baladistas como Leo Dan, Estelita Núñez, Rosario de Alba, Angélica María e Hilda Aguirre, entre otros a los que ya alucinaba con sus baladitas melifluas de sonsonete repetitivo, pero no fue hasta allá a finales de los 60 cuando descubrí a través de la voz de José José otro tipo de música con su primer Larga Duración ‘Cuidado’. ¡Ah qué acetato de 33 revoluciones grabado por los dos lados! Se notaba inmediatamente la mano de Armando Manzanero y la inspiración de Pepe Jara, con notas e influencias del bolero, jazz y bossa nova.