;

El destino le torció su suerte y mandó al pueblo de la gloria al infierno. Era, por decir lo menos y en palabras de Julio Cortázar, inescrutable, como un designio de la Divina Providencia: de un plumazo, literalmente, viró para siempre y de manera radical la vida de la comunidad de Tuxcacuexco, un poblado montaraz del sur de Jalisco que pudo haber sido tan famoso como Comala, pero por razones que se desconocen, la caligrafía de un personaje de nombre Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, nacido en otro pueblo vecino de la misma Sierra de Amula, le torció el rumbo a su historia.

A mediados del siglo pasado, un terremoto abatió las localidades serranas del sur de Jalisco (“…la tierra se pandeaba todita como si por dentro la estuvieran rebullendo…”), sobre todo al desventurado pueblo de Tuxcacuexco. Días después del sismo, hasta el lugar se hizo llegar el Gobernador de la entidad con una gran comitiva que llenó varios camiones. Los tuxcas, gentilicio de los oriundos del bendito lugar, suspendieron sus ocupaciones en levantar de nuevo sus casas para organizar una comida de bienvenida a los visitantes. La reunión se transformó en una fiesta que fue subiendo de tono hasta terminar en balacera y pleito callejero, dejando como saldo un muerto y varios heridos.

Antes de la trifulca, uno de los catrines que acompañaban al General y Gobernador le habló al pueblo del Benito Juárez que tenían levantado en la plaza y hasta entonces supieron que era la estatua del Benemérito de las Américas, pues nunca nadie les había podido decir quién era el individuo que estaba encaramado en el monumento aquél, que siempre creyeron podía ser Hidalgo o Morelos o Carranza, porque igual y ahí mismo les organizaban su “función” a cada uno de ellos y hasta a otros en sus aniversarios… “La cosa es que aquello, en lugar de ser una visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de las buenas”.

Esta historia, quizá la única festiva de su breve obra pero no por ello carente de la crítica tozuda al abandono del campo que la caracteriza, la recoge Juan Rulfo en el cuento El día del derrumbe, publicada en 1955, el mismo año que se hace la primera edición de la novela Pedro Páramo y la reedición de El llano en llamas. A principios del año anterior, en enero de 1954, en el número uno de la revista Las letras patrias, editada por el Departamento de Literatura del INBA y dirigida por Andrés Henestrosa, Rulfo publica un fragmento de la novela en preparación Una estrella junto a la Luna. En este texto aparece por primera vez el nombre de Tuxcacuexco y lo coloca en una historia que a la postre habría de convertirse en un clásico de la literatura cuya frase inicial todos identificamos como un sello del silenciosos autor: “Fui a Tuxcacuexco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo…”. Después, quién sabe porqué tozudez, Rulfo decidió de un plumazo desaparecer Tuxcacuexco del mapamundi literario y lo cambió por Comala.

“Se trata de una novela en la que el personaje central es el pueblo –platicaba el mismo escritor–. Hay que notar que algunos críticos toman como personaje central a Pedro Páramo. En realidad es el pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas de aquellos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en el que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos”.

Juan Preciado, Susana San Juan, Matilde Arcángel, Euremio Cedillo, Anacleto Morones, Macario, Lucas Lucatero, Inés Villalpando, Inocencio Osorio, Terencio Libianes, María Dyada, Damiana Cisneros, Dionisio Pinzón. Lorenzo Benavides, Bernarda Cutiño La Caponera y, el padre de todos, Pedro Páramo. “Por subjetivo que se crea –escribió Gabriel García Márquez a propósito de los personajes de Rulfo–, todo nombre se parece de algún modo a quien lo lleva, y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco. Lo único que se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus libros”. Y eso mismo se puede decir de los pueblos de sus obras: Cuesta de las Comadres, Zapotlán, San Gabriel, Jiquilpan, Talpa, Zenzontla, Tolimán, Piedra Lisa, Piedra Cruda, San Buenaventura, Tuzamilpa, Autlán, Zacoalco, Sayula, Alima, Comanja, Tonaya, Corazón de María, Chupaderos, Amula, Los Confines, San Miguel del Milagro, Tuxcacuexco y, la madre de todos, Comala. (“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio, pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que digo”, dice uno de los personajes del cuento Luvina).

Las historias de los pueblos de México son reales. Y es que el ambiente rural ha vivido, durante años, bajo un régimen opresivo sin quejarse, sólo aguantando como animal atado y resintiendo el paso del tiempo, como si cada día fuese igual al anterior, escribió en cierta ocasión el poeta Hugo Gutiérrez Vega a propósito de la atmósferas de los relatos de Rulfo. Porque a los campesinos, contaba, “los muchos siglos de lucha con la tierra, con los amos feudales, los elementos adversos, la demagogia, la corrupción y el abandono, los han hecho callados y los han llevado a una explicable desconfianza”. O tal vez sea como el mismo Rulfo decía: “Somos un pueblo acostumbrado a soportar los peores desastres, a vivir, como quien dice, entre ruinas. No debemos, pues, lamentarnos de nuestras miserias. Lo hacemos sólo por el gusto de quejarnos de todo. Siempre. Y siempre hemos buscado a un amigo sólo para contarle nuestras dolencias”.

Tal como los habitantes de Tuxcacuexco, que desde que era Tascahuescomatl (“granero empozado”, en náhuatl) y su gente tenía tantos dioses como necesidades y que en 1524 lo conquistó Francisco Cortés de Buenaventura y luego la corona real española le dio la categoría de pueblo que todavía conserva y que, como Rulfo y sus personajes, precisamente, arman sus historias a retazos, de puras frases que le murmuran los muertos al oído, y el lugar lo pueblan los fantasmas mudos y la quietud que hasta un muerto temería y cuentan su historia quizá siguiendo los consejos de sus antepasados que Eduardo Galeano cita en uno de sus textos: Ahora que ya miras con tus ojos, / date cuenta. / Aquí, es así: no hay alegría, / no hay felicidad. / Aquí en la tierra es el lugar del mucho llanto, / el lugar donde se rinde el aliento / y donde bien se conoce / el abatimiento y la amargura. / Un viento de obsidiana sopla y se abate / sobre nosotros. / La tierra es lugar de alegría penosa, / de alegría que punza. “Ese es nuestro destino”, parece decir una de las almas en pena que pueblan Tuxcacuexco mientras se pierde entre las sombras que cubren al pueblo desde aquel plumazo que le torció el camino.