Era miércoles el día que murió. El 30 de agosto de hace trece años fue el día del desgano creativo del escritor egipcio Naguib Mahfuz. Él mismo se había sentenciado cuando le dieron el Premio Nobel de Literatura en 1988, el único autor árabe en recibirlo: “Si las ganas de escribir me abandonan un día, deseo que ése sea el de mi muerte”. Él, el más grande retratista de los personajes y los barrios de El Cairo, también era un filósofo epicúreo: “Cuando veo mi vida en su conjunto, me pongo contento. El sentido de la vida no es independiente de la vida misma. Vivir quiere decir comer, beber, dormir, amar, trabajar, pensar. Tal es el sentido de la vida”. En diciembre cumpliría los 95 años. Arrastraba las consecuencias del fundamentalismo del Islam: en 1994, el jeque Omar Abd El-Rahman ordenó a sus militantes islámicos la sentencia de muerte para Mahfuz. La hoja del cuchillo del fanático se incrustó dos veces en su cuello, que además de afectarle la vista y el oído le tocó la base del nervio que controla el brazo y la mano derecha. Desde entonces no pudo escribir y dictaba sus historias de realismo desbordante por las que se hizo merecedor del Nobel. Salvó su vida porque el amigo que le acompañaba en aquel momento era médico y porque el atentado se produjo al lado de un hospital. Desde entonces, le acompañaban las secuelas de aquel ataque. Por ejemplo, su mano derecha quedó paralizada. Tuvo que aprender de nuevo a coger el lápiz, contaba su amigo y acompañante Mohamed Salmawy, como si fuera un niño: “¡Él –exclamaba Salmawy–, que había recibido el mayor premio literario del mundo!”. Y lo hizo sin quejarse. Consiguió al final, tras mucho ejercicio, poder escribir media hora al día, aunque nunca más aquella letra clara de antes y que entonces parecía la letra de un niño. Fue Hijos de nuestro barrio la novela que justificó el atentado: “No sé qué debería estar pensando el agresor –narraría a Xavi Ayén en la que está considerada como su última entrevista y publicada en La Vanguardia–, seguramente sus emires le hicieron creer que aquel libro humillaba el Islam, que irónicamente culmina con un triunfo de la fe. Él simplemente obedecía, porque en sus declaraciones a las autoridades aseguró no haber leído siquiera la novela”. No recordaba nada del atentado: “Si pudiera ver la cara del joven que me atacó –decía–, si pudiera recordarme extendiendo mi mano hacia él, para estrechársela, creyendo que era un admirador (me han dicho que eso es lo que hice), aquello tal vez me traumatizaría. Sólo me acuerdo de que llegué a sentarme en el coche y nada más. Es una bendición divina poder desarrollar una amnesia selectiva sobre los detalles desagradables”. Tras la agresión, le recomendó al Ministro de Interior egipcio que se debía purificar Egipto de ese demonio que es el terrorismo, en defensa de la gente, de la libertad y del Islam. Las cosas cambiaron, le confesó a Carla Fibla de El Mundo: “No cabe duda, porque el terrorismo actual se ha reducido a una zona determinada en el sur de Egipto, sus resultados no son los de antes, tampoco sus hechos o acciones, y esto es gracias a la actividad de la policía. Pero realmente, para defendernos en contra del terrorismo no es suficiente con la lucha de la policía, también es necesaria una lucha mental, del pensamiento, y una lucha económica”. Él sabía de lo que hablaba porque esos son los temas de su casi medio centenar de libros: El ladrón y los perros y Trilogía de El Cairo (Entre dos palacios, El palacio del deseo y La azucarera), su obra maestra. También destacan El Callejón de los milagros, Principio y fin y en proyecto Un señor muy respetable, adaptadas al cine mexicano y realizadas por Jorge Fons, Arturo Rípstein y Luis Carlos Carrera, respectivamente. Literariamente, escribió Xavi Ayén, Mahfuz ha puesto a la lengua árabe en el mapa internacional, con sus más de más de cuarenta novelas, más de 350 relatos y cinco obras de teatro; de hecho, ha sido sólo a partir de él cuando los críticos occidentales han aceptado sin discusión la existencia de una novela árabe, del mismo modo en que existe una rusa u otra francesa. Antes de Mahfuz, solamente existía una lengua literaria, arcaica, y el dialecto coloquial; él ha hallado la denominada ‘tercera lengua’. Humilde por naturaleza, su amigo Mohamed Kafrawy explicaba una anécdota: “Un día de 1988, antes del Nobel, estábamos reunidos en un café y hablábamos de Hemingway y Faulkner. Él se consideraba muy inferior a ellos. Yo me enfadé y le dije: ‘¡Señor Mahfuz! ¡Nosotros hemos heredado también, en la lengua árabe, toda esa tradición! ¡Usted no es inferior a ellos, debe respetarse más!’. Se calló… ¡y dos semanas después le dieron el premio Nobel! Me alegré mucho porque, en nuestro mismo grupo, había gente que le desmerecía, que no valoraban su trabajo, y esas actitudes cambiaron”. A Mahfuz le parecía entonces que hay otros escritores árabes que se merecen el premio: “De la antigua generación –decía–, Taha Hussein, Abbas Mahmud Al Aqqad, Ahmed Hussein Heikal y Tafwik Al Hakim. También tenemos a Gamal Al Ghitani, entre la nueva generación. Además, el poeta palestino Mahmud Darwish y el poeta sirio Adonis… y otros cuyos nombres no recuerdo o conozco, dado que llevo años sin poder leer y me he perdido a la novísima generación”. Además de una colección de cuentos, en 2001 publicó su último libro: Sidi Gaber y subtitulado Reflexiones de un premiado con el Nobel. 1994-2001, un compendio que recoge la selección de los textos más personales del autor y que los críticos afirman que es un prodigioso ejercicio de memoria, porque supone una reflexión introspectiva del propio Mahfuz como escritor y pensador, “existencialmente angustiado por la condición del ser humano y por su propio devenir como creador y literato”, como dice él, quien explicó que el título de la obra describe, por sí sólo, su estado vital: Sidi Gaber es la última estación que ve el viajero antes de llegar a Alejandría procedente de El Cairo, ciudad en la que el autor nació el 11 de diciembre de 1911, en el barrio de Gamaliyya. Enemigo de Israel, siempre condenó el “terrorismo de Estado” de esa nación y contra los ataques a los países vecinos e instaba a la comunidad internacional a “no quedarse en silencio” ante las acciones militares israelíes: “La actitud del Gobierno de Israel es la forma de terrorismo más peligrosa; es terrorismo de Estado”, aseguraba. A principios del siglo, durante la invasión del ejército israelí a las principales ciudades autónomas palestinas de Cisjordania, una operación militar calificada como la más sangrienta lanzada por Israel en los últimos 20 años, Mahfuz denominó “autodefensa” a las acciones suicidas llevadas a cabo por los palestinos, quienes consideró que sacrifican la vida por su país, y recalcó la necesidad de “apoyar la valiente Intifada del pueblo con todos los medios posibles”. Justificó además el derecho de los palestinos a defenderse contra la “barbarie israelí”. En sus opiniones políticas le ganaba lo árabe: “La lucha armada es lo único que le queda a los palestinos una vez fracasados todos los intentos para alcanzar la paz, y tras el rechazo de la iniciativa de paz árabe por parte del primer ministro israelí, Ariel Sharon”. Sin embargo, era cruenta su defensa del verdadero Islam y de la práctica religiosa pero sin fanatismo: “El pensamiento de los terroristas es un pensamiento extremista, pero el Islam verdadero es el Islam de la tolerancia. Por ejemplo, en el Islam verdadero, cuando uno comete algún error respecto a la religión, vemos que el juez reflexiona con él. Los dos hablan sobre el tema y, si se llega a la conclusión de que no había ninguna intención de cometer este error en contra de la religión, entonces el juez le pide simplemente que declare que no volverá jamás a cometer el error. Los terroristas actúan de una forma completamente diferente; en un caso parecido, dictan directamente su sentencia de pena de muerte de la persona que ha cometido ese error”. Y con Naguib Mahfuz murió también su duda: “No lo entiendo, nunca podré entender porqué algunos aman tanto la violencia”. ¿Piensa en la muerte?, le preguntó Ayén al final de la conversación con el egipcio. Y él, tras un larguísimo silencio , respondió: “La verdad es que me estoy acostumbrando a ella, me he situado tan cerca suyo que a veces consigo verle la cara y ya no es una extraña para mí”. Era miércoles el día que murió.