Se acercaba la muñeca donde portaba el reloj a la boca, con el índice de la otra mano aplastaba el botón de la cuerda y con los labios pegados a la carátula decía: “Aquí El Santo, aquí El Santo”. Venía de vencer en el ring a uno de los gladiadores de la lucha libre con su clásica llave de El caballito, después de tres caídas cardiacas y al grito de “¡Santo, Santo, Santo!”. Demonios, muertos, zombis, monstruos, vampiros, marcianos, estranguladores, momias, profanadores de tumbas, cazadores de cabezas, hombres con poderes satánicos, mafiosos, villanos del ring hasta el asesino de la televisión. A todos los venció El enmascarado de plata con el poder del bien, luego de la solicitud de ayuda (“Llamando al Santo, llamando al Santo”) del comandante de la policía a través del reloj de pulsera. Después de 40 años de lucha, sólo la muerte logró vencerlo: el 5 de febrero de 1984 en el Teatro Blanquita, mientras actuaba en un acto de escapismo, al Santo le dio un infarto. Sólo Jacobo Zabludovsky le quitó la máscara: unos días antes de su muerte, en su programa de televisión Contrapunto, dicen que lo engañó diciéndole que no estaban al aire y por primera vez millones de mexicanos vieron con asombro el rostro de su ídolo: era Rodolfo Guzmán Huerta, nacido en Tulancingo, Hidalgo, el 23 de septiembre de 1917. A los tres años se trasladó con su familia a la ciudad de México y se instaló en el barrio de Tepito. En 1935 empezó su vida de luchador. Primero lo hizo como rudo (“Me gustaba enardecer a la gente, no sólo acababa con mis enemigos sino también con los réferis. Peleaba sucio y la gente me aplaudía, en ocasiones luchaba limpio y la ovación era mayor”). Usó varios nombres: Rudy Guzmán, El hombre rojo, El enmascarado, El demonio negro y El murciélago, hasta que en 1942 su entrenador, don Jesús Lomelí, le puso la primera máscara, de cuero y con el sudor le restiraba la cara, y le sugirió tres nombres: El Santo, El Diablo o El Ángel. Entonces, sin saberlo, nacía una leyenda que adquirió dimensiones de mito en la cultura popular mexicana, que empezó a producir su propia mitología a caballo en una carrera exitosa ante un pueblo que lo idolatraba y de los abundantes relatos que con el tiempo iban enriqueciendo el significado del personaje, tanto en el ring como en el cómic (300 mil ejemplares se vendían de la revista hecha por José G. Cruz, sólo comparable con Kalimán) pero sobre todo en el cine, donde hizo más de 60 películas. Santo contra el Cerebro del Mal fue la primera. La hizo en La Habana y la terminó un día antes que Fidel Castro entrara a la capital cubana declarando la victoria de la revolución. El argumento de todas sus películas fue esencialmente el mismo: el bien contra el mal, el superhéroe contra criaturas sobrenaturales y malvados o científicos locos en laboratorios bizarros y siempre rodeado de mujeres bellas y exóticas: “Que me critiquen, no estoy haciendo cine de arte ni estoy concursando en ningún festival, esto que hago es para mi público y porque a la gente le gusta”, respondía a sus críticos el héroe justiciero y puro. Unos días antes de su muerte, Rodolfo Guzmán Huerta le confesó a Pedro Pablo Aranda, del periódico unomásuno, que jamás pensó que El Santo fuera a durar tanto tiempo: “Nunca supe exactamente por qué el público me quiso tanto. A la gente le gustaba verme. Sinceramente yo no me agrado como luchador. Me he visto en varias películas, en transmisiones de televisión y reconozco que mi estilo no fue de los mejores. Sin embargo, la afición me seguía. Por eso El Santo duró 40 años”, dijo en la última entrevista que concedió todavía mientras se presentaba en el Teatro Blanquita. Decía también que conservar el anonimato no fue tarea fácil para El Santo. La máscara influyó decididamente para explotar su imagen, crear misterio, pero también significó sacrificio, esclavitud: “Siempre me gustó la leyenda que se creó alrededor de El Santo. Logré una gran proyección. Visité casi todo el mundo, me recibieron varios presidentes. En cualquier parte donde me presentaba causaba admiración. Pero tuve que sufrir mucho para mantener el misterio. No sólo me enfrenté a verdaderas fieras del cuadrilátero y las vencí para conservar mi identidad, sino que también tuve que enfrentar a mis seguidores, a los curiosos, a muchos reporteros que seguían mis pasos para descubrir quién era El Santo. La máscara fue un verdadero problema”. En una entrevista con Juan Manuel Vázquez, de La Jornada, el sociólogo Armando Bartra, especialista en cultura popular mexicana, sostiene que El Santo es la máscara por excelencia: “No es sólo un luchador enmascarado, sino un símbolo representado en una máscara; esta condición es la que le da profundidad mitológica al personaje. No hay que olvidar, contra lo que opinaba Octavio Paz en El laberinto de la soledad, que el mexicano se muestra en el modo de ocultarse: nos revelamos en las máscaras que elegimos ponernos, esas caretas son nuestros verdaderos rostros. Por eso los enmascarados son seres terriblemente emblemáticos y, en la mitología popular, El Santo es la máscara viviente”. Pero Rodolfo Guzmán Huerta simplemente se guiaba por lo que el mismo decía muchos años después de la primera vez que se subió a un ring y le pagaron siete pesos, mientras trabajaba de obrero en una fábrica de medias, y que bien podría servir de diálogo para una película que se llamara Santo contra la muerte: “Mi destino ya estaba escrito y yo nada más lo seguí”.