En el cruce de la horqueta

Juan Noel Armenta López

 

Si el gallo de doña María no hubiese sido tan violento, seguramente hoy no lo tendría en la mira de la horqueta del charpe. A esa distancia no podía fallar el tiro. “Pedro”, el gallo de doña María, ya estaba muerto, solo que él no lo sabía. “Pedro”, el gallo de doña María, en franco reto me clavó la mirada y dibujó con su pico una sonrisa burlona en el aire. Sin duda, “Pedro” me estaba provocando. En otras ocasiones “Pedro”, me habría correteado como siempre lo hacía, pero hoy que lo tenía en el cruce de la horqueta del charpe se sentía en desventaja, las circunstancias estaban diferenciadas. Si alguien tendría que correr, por supuesto que sería “Pedro” el gallo. Me volvió a mirar “Pedro” el gallo como resignándose a su muerte. Los humos de gran señor lo habían abandonado. Sin embargo, con el último rescoldo de orgullo que todavía le quedaba a “Pedro” el gallo, se quedó quieto y mudo, impávido, sintiendo que le invadía un frío de muerte. Me perlaba la frente escurriendo el sudor hacia los ojos con ese peste único que tiene la adrenalina. Pero era la gran oportunidad de matar a “Pedro” el gallo, y no la desperdiciaría. Buscaba el equilibrio sin rebasar el punto de quiebre. No debía estirar más los hules del charpe para evitar un error. A partir de hoy, “Pedro” el gallo no me volvería a molestar, estaba muerto camino al cielo de los gallos. Todos temíamos a “Pedro” el gallo por su ferocidad. Una vez “Pedro” el gallo, correteó a don Liborio, y éste señor tuvo que meterse a la tienda de quesos de tía Chepa para evitar los picotazos de los que muchos de nosotros ya sabíamos. Por varias horas don Liborio no pudo salir de su refugio porque “Pedro” el gallo estaba echado enfrente y espoloneaba feroz el polvo y las piedras de la calle. Ese día tuvo que ir doña María por “Pedro” el gallo dándole el indulto de protección a don Liborio. Lalo Cervantes también fue correteado por “Pedro” el gallo y corrió metiéndose en el establo junto al pesebre de su caballo apodado: “El Pura Sangre”. “Pedro” el gallo, además de bravo, sin duda era un aristócrata al más viejo estilo de las “Europas”: vestía de blanco, su plumaje era sumamente blanco, era de barba roja, ojos de mar azul, cola esponjada de corte diamante, pecho salido, cabeza alzada “punta cielo” como si portara una corona en sus sienes. Por eso se decía que “Pedro” el gallo era para todas las especies, incluido el hombre, un gran señorón. Afirmo que era un presumido señorón al que solo le faltaban el bombín y el bastón. Quizás también le faltaba un aromático puro de tranca enrollado en la bullanguera isla de Cuba, al estilo único de Ernest Hemingway. Caminaba “Pedro” el gallo por las calles lodosas como si se deslizara en la alfombra roja en donde se reciben lisonjas y aplausos. Marcaba “Pedro” el gallo la pezuña en la tierra vaporosa. Se campaneaba al caminar, y miraba por arriba de su hombro a todos aquellos que consideraba inferiores y vasallos de su gran estirpe. Hay dos cosas que me molestan en la vida, le dijo “Pedro” el gallo a la gansa de doña Raquel: la discriminación y las especies baratas que no me explico por qué Darwin no las suprimió. ¡Estás muerto!, dije calladamente a “Pedro” el gallo estirando más el charpe. Fue en eso que oí el susurro de la voz de doña María a mis espaldas diciéndome: ¡si matas a “Pedro” el gallo, le diré a tu abuela Federica quien mató a Elvira, su totola, de una pedrada el día de la fiesta de Santa Bárbara! Guardé el charpe y pensé: usualmente las palabras de una mujer sabia como doña María sin duda son las correctas y llenas de verdad. Gracias Zazil. Doy fe.