En Barcelona coinciden en un taxi Domingo Faneca y la pareja formada por Berta Carbó y Pepe Marsé. Ellos se conocían de Estat Catalá. Domingo arrulla a un bebé de brazos –su madre Rosa Roca había muerto hacía unas semanas–, mientras oye la historia de cómo los Marsé Carbó perdieron a su hijo. Finalizada la historia, Faneca extiende los brazos y les entrega al niño. Después formalizarían la adopción. Y así, Juan Faneca Roca pasó a ser Juan Marsé Carbó. “La vida de Juan Marsé tiene un arranque de novela”, dice su biógrafo Josep María Cuenca, quien dedicó seis años para escribir Mientras llega la felicidad, una biografía de 749 páginas del autor de La oscura historia de la prima Montse, quien ahora publica Esa puta distinguida (parte del asesinato en la cabina de proyección de un cine de barrio de Carol, una prostituta bien conectada con la policía y con el régimen en la Barcelona de 1949, y su asesino confeso, el proyeccionista Fermín Sicart, habla del caso en el verano de 1982 con un escritor que ha recibido el encargo de escribir el guión para una película), quizá la novela más autobiográfica del escritor catalán y así lo ha reconocido: “Posiblemente –ha dicho– es mi novela más autobiográfica, en la que hay más temas personales, algo que me da miedo, porque no considero mi vida interesante y en definitiva es un poco como si te desnudaras”. Hace cinco años, en un acto de confesión con sus lectores, y de El País, Juan Marsé abrió su alma y su proceso creador, incluso con quienes le suplicaban les dijera cómo se puede llegar a ser un escritor como él (“Escriba mucho, y, si hace falta, rompa mucho y escriba de nuevo. No hay otro consejo mejor. Romper mucho y escribir mucho, sobre todo si la vocación es firme y apuntan valores”) y, entre otras cosas, dijo: “Confundir el éxito con la felicidad es un error propio de la juventud. Yo lo cometí. El escritor que cree morir de éxito es que ya estaba muerto de antemano. A mí me gusta pensar que, para el verdadero escritor, cada novela que consigue terminar encierra para él un íntimo fracaso: solo él sabe la distancia que media entre el ideal que se propuso al empezar a escribirla y el resultado final obtenido. Incluso cuando consigue una obra que se considera lograda”. En ocasión de la entrega del Premio Cervantes 2009 a Marsé, Arturo Pérez Reverte celebró el tino del jurado que entonces se erigía por primera vez como independiente: “Zanjaba así la cultura española una deuda, largo tiempo aplazada, con uno de los dos clásicos de la Literatura que todavía nos quedan vivos –el otro es Miguel Delibes, y ya lo tenía–. No asistí al acto de Alcalá de Henares porque nunca lo hago. Allí no pinto nada, y me ahorro estrechar ciertas manos. Pero me gustó ver, en las fotos y el telediario, al viejo león, con su cara de boxeador curtido, peripuesto de chaqué, corbata, chaleco y pantalón rayado. En el discurso y las declaraciones, por supuesto, siguió fiel a sí mismo: independiente, bravo y un punto chuleta, sin cortarse un pelo ante los expertos en mamadas profesionales, los oportunistas y los cantamañanas de guardia. El indumento no hace al cortesano. Con premio Cervantes o sin él, Marsé sigue siendo Marsé. Por eso admiro y respeto tanto, además de por sus novelas inmensas, a ese duro cabrón”. En referencia a la opinión del autor de El capitán Alatriste, Marsé respondió: “Bueno, es que Arturo es amigo mío, así que está muy claro que la amistad y la generosidad para conmigo en esa ocasión le cegaron. Me consta que su opinión es sincera, pero desde luego desmesurada. No me considero grande para nada, salvo para el esmero en el trabajo. Ahí no me dejaría amilanar para nada ni por nadie. Lo he dicho infinidad de veces: el esmero en el trabajo es la única convicción moral del escritor. Y eso sí implica responsabilidad, pero en primer lugar para conmigo mismo. Debo añadir que, de todos modos, supongo que cada escritor tiene ideas propias sobre este asunto. Y todas respetables”. Sobre su tal vez novela más entrañable, Caligrafía de los sueños, ha dicho que, por lo que le costó escribirla, encierra un trabajo de síntesis narrativa de algunos de sus temas recurrentes, apuntados ya en otra novelas, como el de la apariencia y la realidad, o el de la ausencia del padre, o el aprendizaje de la solidaridad en la adolescencia, o el despertar de una vocación: “Quizá la impresión de que es muy larga se debe a un cierto efecto reiterativo en lo meramente formal, debido, según me ha señalado un amigo, el cineasta Víctor Erice, a que la estructura narrativa se basa en una sucesión de capítulos un poco a la manera de cuadros: el gorrión bajo la lluvia, la extraña visita al Conservatorio, el dedo del destino, la visita nocturna al Barrio Chino, los apaches galopando en las playas de Arizona… No sé, me pareció que debía contarlo así, ahorrándole al lector los pormenores de una escenografía ya conocida y unas vivencias urbanas que ya le había ofrecido al lector en otras obras”. Respecto a que tiene referencias autobiográficas y que es su única novela narrada en tercera persona, dijo: “No, Caligrafía de los sueños no es mi única novela escrita en tercera persona. También lo es Ultimas tardes con Teresa, y Un día volveré, y Si te dicen que caí, por citar sólo unas cuantas. También El embrujo de Shanghai, ahora que lo pienso. Pero la pregunta es interesante. Tal vez su errar se debe a que, contrariamente a lo que cabría esperar de una novela tan autobiográfica, al menos en apariencia, Caligrafía de los sueños esté escrita en tercera persona, y no en primera, una manera más directa y confesional. Pero no lo consideré oportuno precisamente porque el material literario era demasiado personal, con riesgo de que interfirieran los sentimientos más íntimos. Fue por pudor que escogí la tercera persona”. Acerca de los nuevos autores y sus obras preferidas, Marsé ha confesado que su plan de lecturas se ha resentido mucho: “Estoy en esa edad que uno debe escoger entre leer o escribir; e incluso, en lo referente a lecturas, entre lo nuevo o relecturas de aquellos autores que siempre fueron un verdadero estímulo. Y confieso que yo estoy en eso. Pero por supuesto las primeras obras de los jóvenes merecen toda la atención y consideración. Supongo que la crítica se ocupa de ellos puntualmente. ¿Nombres? No sabría darle. Confíe usted en su propio criterio, cultive sus propios gustos”. Como testigo del Siglo XX, sus lectores le preguntaron al autor de La gran desilusión su opinión sobre la centuria pasada, y él respondió: “Si uno piensa en ciertos horrores del siglo pasado, dos guerras mundiales y otras debacles, el holocausto, las tiranías y torturas y dictaduras, el nazismo y el fascismo, etcétera, habrá que convenir que el XX fue un siglo atroz. Creo que en este siglo nos amenazan otras calamidades, quizá no tan espectaculares, pero también nefastas: pérdida progresiva de valores culturales, desinformación, incultura, más pobreza para unos, más riqueza para otros, más tiburones financieros, más corrupción consentida (y hasta jaleada, ver autonomía valenciana), más carcamales impunes (ver ciertos miembros de la Real Academia de la Historia), etcétera. No soy muy optimista, francamente. Pero confío en esa juventud que ha despertado”. Y sobre el paso del tiempo y el miedo a la muerte, el escritor catalán de 83 años ha dicho: “No tengo una respuesta fácil. El espejo constata a veces, no siempre (depende del ánimo con el que uno se enfrente al espejo) la decadencia del cuerpo que se mira en él, pero eso no tiene porqué provocar desazón o amargura. Digamos que, con el paso de los años, uno se va acostumbrando a los oprobios del tiempo y pacta una suerte de resignación con el deterioro de su propia imagen. Recuerdo mis lecturas juveniles de La piel de zapa, de Balzac, y de El retrato de Dorian Grey, de Wilde. En cuanto a la idea de la muerte, recuerdo que de niño cuando descubrí, así de golpe, que existía la muerte, debía tener unos cinco o seis años, estuve llorando toda una noche, velado por mi abuelo. Pero después de eso, nada. El tiempo, mientras se vive la infancia, está parado, solamente se vive un luminoso presente (“Aquellos días azules de la infancia”, decía Antonio Machado) y la muerte es algo remoto. Esa fue por lo menos mi experiencia. Pero Machado también dejo estos maravillosos versos: En los labios niños / las canciones llevan / confusa la historia / y clara la pena”.