A su pesar, Sonic fue noticia mucho antes de su estreno: el lanzamiento del primer tráiler generó una importante controversia en redes sociales debido al diseño del personaje del popular erizo. Paramount, ante la reacción negativa, retrasó el estreno e invirtió cuatro meses extraordinarios de producción y cinco millones de dólares en el rediseño del personaje, haciendo trabajar de más a sus animadores.
Sonic tuvo el dudoso honor de convertirse en el último ejemplo de una disyuntiva histórica: ¿el público de una película es espectador o cliente? Ambas, supuestamente, aunque de alinearnos más con la segunda que con la primera concepción resultaría que se nos presumen derechos tales como exigir el diseño de un personaje que consideramos de nuestra propiedad –sentimental, si acaso–, incluso antes de haber pagado siquiera la entrada de la película. El cliente siempre tiene la razón, dijo alguien en algún momento, hincando la rodilla de la expresión artística para jurar lealtad al gobierno de la lógica empresarial.
Pasó con el montaje “desfeminizado” –misógino– de algunos fans de Star Wars con Los últimos Jedi, y con las más de 100 mil firmas recogidas para eliminarla del canon espacial. O con el final de Game of Thrones, cuya campaña por reescribir la octava temporada lleva más de un millón de firmas en change.org. El “consumidor” cultural, en tanto que cliente, se ha demostrado muy dispuesto a dictar cómo debe ser un “producto” cultural si va a ser su público objetivo. Plantearse si quien exigió fervorosamente cambios a un erizo azul era, realmente, el público objetivo de la película que nos ocupa es ya harina de otro costal.
HOMBRE BUENO CONOCE A ERIZO EN APUROS
Tras verse obligado a abandonar su mundo, Sonic, un erizo con hipervelocidad, se esconde en un pequeñísimo pueblo de la Norteamérica rural llamado Green Hills. Ahí vive durante años hasta que un misterioso apagón eléctrico llama la atención del Doctor Robotnik –pasadísimo Jim Carrey–. Para escapar de sus garras, Sonic le pedirá ayuda a un humilde policía local llamado Tom Wachowski –James Marsden, tan expresivo como su Cíclope en X-Men–. Ambos emprenderán una aventura hasta San Francisco para recuperar unos anillos interdimensionales que llevarán al erizo a un mundo en el que pueda vivir tranquilo.
Sonic, la película remite de forma muy explícita, y se diría que honesta, a un esquema narrativo muy claro heredero de un cine familiar que ofreció no pocas alegrías al Hollywood de finales de los ochenta y principios de los noventa. Érase una vez… el hombre –a veces un adolescente, a veces un adulto, pero invariablemente un personaje masculino– que conocía a una criatura en apuros y perseguida. Esta le metía en problemas, pero el protagonista le ayudaba ante la incomprensión generalizada, hasta demostrar a sus convecinos que se trataba de un ser benévolo.
En su más elemental descripción, no es más que un reflejo del monotema del buen migrante que venimos heredando desde antes de Superman. Pero el tono y el lenguaje audiovisual con el que se expresa Sonic, la película la sitúa en una tradición con otras célebres ascendentes.
Hablamos de Bob Hoskins ayudando a Roger Rabbit a resolver el crimen del que se le acusa y Michael Jordan echándose unas canastas con Bugs Bunny para darles una lección a los Nerdlucks. También de Hogarth Hughes demostrando la bondad del gigante de hierro, o Lilo –la excepción femenina– haciéndose amiga inseparable de Stitch. Un tropo que incluso podemos rastrear en películas más actuales como Big Hero 6 o Cómo entrenar a tu dragón.
En su previsibilidad, en su falta absoluta de ambiciones, Sonic se conforma con rendir tributo a este imaginario heredado construyendo una historia sencilla, amable y por momentos genuinamente divertida. Pero añadiendo un factor extra de una pureza innegable: la adquisición de un Jim Carrey tan efusivo como veloz es el erizo. Un cóctel que la convierte en una suerte de loca secuela apócrifa de Ace Ventura en la que el detective de mascotas se hubiese convertido en un villano obsesionado con cazar a un animal. El resultado, a fuerza de hilaridad, resulta inevitablemente simpático.
’90s BACK IN THE ’90S
Todo lo dicho no enmienda el hecho de que por su esfuerzo para adaptarse a una fórmula ya conocida, y por implementar en ella clichés que funcionen –el alivio cómico que supone, por ejemplo, el personaje de Natasha Rothwell–, Sonic resulte inevitablemente más nostálgica de lo esperado. Y por lo tanto sea un filme inherentemente conservador.
Pero cabría añadir que, como producto nostálgico, Sonic resulta menos impostada y más inocua que grandes hitos del cine de entretenimiento contemporáneo, empantanados en la cita y el guiño metarreferencial como podrían ser Super 8, Ready Player One o la infausta Jumanji.
Por contra, la aventura del erizo se muestra más natural en sus formas, e intenta esforzadamente dominar ese lenguaje de referencias a la cultura pop del humor moderno, desde una óptica libre de inquina. Combinando así chistes de jerga youtuber con peleas de bar a la antigua usanza. Aunque bien es cierto que queda a años luz del ingenio de algunas de las mejores aventuras cómicas autoconscientes de los últimos años –las dos entregas de The Lego Movie resultan especialmente brillantes en este sentido–.
Sonic se enmarca en una suerte de entretenimiento reconocible, reproducible y previsible, pero para nada deslucido ni falto de encanto. Agradable reformulación de una tradición que hace no mucho nos ofrecía otra película que pasó sin pena ni gloria entre crítica y público: Bumblebee, suerte de reseteo espiritual de la saga Transformers. Aunque bien es cierto que la película de Travis Knight no tenía a Jim Carrey bailando enloquecido ni gritándole improperios a setas gigantes. Cada uno juega con los recursos de los que dispone.