HUNGRÍA CANTA EN LA HUASTECA

El viejo Lazlo.

 

 

Hacia finales de los sesentas del siglo pasado, mi papá quiso apoyar con riego por aspersión tabacales y potreros que explotábamos en nuestras propiedades y en algunas vegas bajas rentadas de nuestro municipio.

Decidió comprar una bomba grande de gasolina equipada con tubería y rehiletes, antes habíamos ya trabajado así, por lo que conocíamos bien la operación y teníamos personal calificado por su experiencia para hacerlo.

Pedimos a un proveedor histórico para la huasteca, la casa Ames Tinsa en la avenida Félix Cuevas de la ciudad de México, todo el equipo.

Llegó a Platón Sánchez en dos camiones dobles de 10 ruedas por la terracería engravada y motoconformada, siempre en mal estado, desde Tantoyuca.

A cargo de la instalación y pruebas venía un ingeniero húngaro de origen, Lazlo Deszery, viejón membrudo, correoso, alto, cenceño, de piel tostada rojiza.

Tenía los ojos mongólicos de muchos otros magiares que parece que son descendientes de pueblos bárbaros asiáticos como los hunos y que hacen un lunar entre el fenotipo caucásico y eslavo de la mayoría de los habitantes europeos.

 

 

 

 

 

Los únicos húngaros conocidos en mi pueblo eran “los húngaros” (gitanos) , que errantes, llegaban de vez en vez en camiones viejos con payasos, acróbatas y adivinadoras, además de animales de exhibición, mujeres bellísimas, mugrientas y de grandes enaguas y mucha colchonería y cobijas cargadas de ladillas.

Un gringo, un “gachupín” o un árabe , vecinos entrañables, nunca pueden faltar,  los había y hay en mi pueblo como en la mayoría de los de México… pero un húngaro, húngaro de verdad…ni madre; no los conocíamos.

Los otros húngaros de los que tenía noticia eran dos famosos jugadores de futbol que aparecían en la televisión, Ferenc Puskás , y Sándor Szabo; también sabía yo de Imre Nagy, luchador nacionalista… había yo oído mucho y con deleite la “danza húngara”.

Vuelvo al hilo del relato; anduvimos Lazlo, los mejores empleados de campo y yo sudorosos o empapados, dos o tres días en medio de barbechos, siembras y pastizales.

Durante el día comíamos tortillas y carne calentada en fogata en la punta de varas duras, acompañábamos el banquete campero con tragos de aguardiente de caña y cervezas frescas “enterradas” en la tierra húmeda sombreada de la orilla del arroyo o el río.

Por la noche llevaba a Lazlo a la casa a cenar y a dormir tras una breve plática que se ajustaba bien a su talante adusto, su interrelación lacónica y cargado su español de un acento particular de extranjería desconocida.

 

En mi casa había un piano; rarísimo instrumento en esos pueblos aislados semisalvajes, jaraneros y amantes incontenibles de la guitarra y el violín, huapangueros…

La última noche que estuvo Lazlo en la casa después de cenar nos paramos y toqué en el piano algunas cosas sencillas que me gustan, con una ejecución defectuosa, empírica; sin la menor noción de música de notación o práctica de posiciones correctas de manos sobre el teclado , como hasta la fecha.

Cuando éramos jóvenes estudiantes en Xalapa, a mis hermanas y a mí nos había regalado mi padre, que no era ni músico, ni cantador, ni melómano, adorador solo de Toña “la negra”, las hermanas águila y la dulce y sentimental música de Agustín Lara… discos con música de todo el mundo, orquestas, géneros, ejecutantes, épocas, era un afán de que nos ilustráramos; también, además de esos viejos discos, libros; libros de todos y de todo. Que oportuno y precioso legado del chalmero que enriquecía la atmósfera de arte y cultura de nuestra casa donde mi madre cantaba, tocaba la mandolina y hacía poemas delicados y conmovedores.

Entre las piezas que toqué esa noche, toqué una que había escuchado y aprendido como muchas otras en uno de aquellos discos de un pianista George Feyer que se llamaba “Ecos” literalmente canciones de casi todos los países del mundo; rusas, americanas, sudamericanas, mexicanas, italianas, francesas, polacas… húngaras, entre ellas el himno nacional de Hungría. Lo toqué como lo recordaba, sonoro, marcial, convocante, pero con algo de melancolía y dulzura…como estaba yo medio achispado con dos o tres tragos lo toqué fuerte y con emoción… ví que el viejo Lazlo cayó en una especie de estupor, se puso medio rígido, me miró con los ojos muy abiertos y gesto de sorpresa. Cuando terminé se levantó y se me acercó, me tomó de los brazos con fuerza, luego me abrazó; cada respiración suya parecía un sollozo ronco y así era… al apartarse le corrían lagrimones por la cara y me decía “toca, toca”, atento como en un ritual que algo tenía de sagrado y reverencial.

No he olvidado nunca ese momento en que aquel hombre escuchó en un pueblo aislado del fin del mundo, notas, aires de su tierra que le sacudieron el sentimiento…entiendo que al tocarlo le dí un regalo y recibí de él uno quizá más grande con su reacción profunda de ternura varonil que aún recuerdo.

Ya no siembro tabaco, de mi tierra amada me expulsó la violencia…del viejo Lazlo nunca he vuelto a saber, no tengo duda que haya muerto. Fue un personaje que me enseñó cosas prácticas y útiles para el hombre de campo y además, otras intangibles y preciosas del alma diamantina de los humanos.

 

Raymundo Flores Bernal

Zoncuantla, 8 de marzo de 2020