RAYO
Como todos los que a esa hora que llamamos amanecer nos dirigimos a cumplir con nuestras tareas cotidianas, un naciente día de otoño en tránsito rumbo a mi trabajo encontré a un joven que inclinado sobre el manubrio de su bicicleta pedaleaba frenéticamente deseando que en lugar de ruedas aquel medio de transporte tuviera alas. Más por la potencia de mi voz que por las gesticulaciones, manoteos y movimiento de mis brazos, derrapando llanta sobre la grava se detuvo. -¿Qué pasa? Le pregunté, vas demasiado rápido, si te cayeras seguramente te lastimarías. Al tenerlo cerca me pude percatar que en su pálido rostro traía como un tatuaje dibujado al miedo más puntiagudo que hubiera visto antes en ser humano alguno. -¡Cálmate! Por estos caminos de dios no transita el maligno, bromeé porque su rostro era de aquel que hubiera visto al meritito demonio. Con agitada respiración y volteando hacia atrás con los ojos desorbitados contestó: -¡un muerto! ¡Un muerto! allá, doblando la curva a la altura del roble más grande, hasta las ganas de evacuar se me quitaron confesó el muchacho, está boca abajo y tiene manchas de sangre en la espalda. El ciclista continuó su despavorida carrera y yo me acerqué para cerciorarme. Ciertamente, un cuerpo estaba en una posición despatarrada con el rostro con dirección a las alturas como si tratara de contar detenidamente cuantas ramas tenía el roble. Lo que observé no coincidía con la descripción que hizo el de la bicicleta; dos cosas, me dije, aquel mintió, o este hombre está vivo. Me acerqué cauteloso. El tipo se movió. Tenía, a pesar de la mortuoria palidez de su rostro una seriedad hilvanada a base de gesto duro, de mueca compacta, gansteril. Con cierto temor pregunté -¿puede escucharme? -Sí. Fuerte y claro, respondió con un timbre de voz que no correspondía en forma alguna a la imagen que tenía frente a mis ojos. -Aguante, no se mueva, pediré ayuda para que lo atiendan. -No lo haga, ordenó. Me quedé quieto mirándolo desangrar. Calculé, este tío es más ingrato y desagradecido que valiente. No obstante la sentencia “el espíritu democrático sostiene que la muerte de un viajante no es menos trágica que la de un rey” encontrada en la pág. Quinientos catorce del libro del amanecer a la decadencia de Jaques Barzún, se hizo presente. Más por humanidad que por interés en involucrarme en algo que no me competía continué hablándole e invitándolo a que aguantara, le mencioné lo hermosa que es la vida y que por honorable que sea una persona dios no acepta jubilaciones espontáneas. -No me hable de Dios. No soy honorable ni quiero jubilarme, respondió con voz de descreído. Tampoco se vaya arrancar a llorar, no quiero lágrimas en mi muerte. Reconozco que la perplejidad motivó mi reflexión. ¿Cuál habrá sido la vida de este tipo?, me pregunté y de inmediato el gusanillo literario empezó a instigar mi interés, que no se vaya a morir antes de que le saque la sopa. -¿Cuál es su nombre? ¿Tiene familia a quien se le deba avisar? -No. Ni nombre ni familia. Nosotros no tenemos nombre, tenerlo es involucrar a quienes solo saben llorar e invocar a un Dios que los mantiene permanentemente de rodillas. -Bueno, se respeta, pero de alguna manera lo habrán de llamar con quienes trata. -Rayo me dicen. Soy rápido con el revólver y con la daga. Mi olfato de escritor se despertó en este preciso momento con toda su potencia. Podré, me dije, hermanar lo tétrico con lo estético, el arte para manifestarse no exige necesaria y únicamente condiciones de bondad. Tipos así también aportan para bien o para mal su concurso al mundo de las letras. -Haga un esfuerzo y platíqueme algo, mientras hable vivirá. -No me interesa la vida, en todo caso si supero esta situación en la que me encuentro será la venganza como siempre el motor de mi conducta. -¿De quién se vengará?, ¿del que le propinó esta herida? -No. El que haya sido no merece, como no merezco yo, ser tomado en cuenta, el solo hizo su trabajo. -Entiendo, debe ser alguien con un cierto grado de valentía y peligrosidad, le dije más con ánimo de sostener la charla que convencido de lo que expresaba. -No. El calificativo de valiente no es el apropiado. Los valientes no matan por la espalda. El que me disparó por el espinazo sabía lo que hacía, me dejó con la herida el mensaje de que yo no merecía ser ultimado de frente, este disparo dice que tendré que seguirme conformando hasta el último momento, con ser en esta vida un feroz y sanguinario profanador de todo lo bueno, noble y generoso, esto me señala claramente que por seres como yo los hombres sabios y buenos prefieren cerrar sus negocios y retirarse a cultivar su jardín. Soy, somos, el disparador y yo y todos los de mi ralea, la razón más obvia de que aún existen la codicia, el engaño, la traición, la violencia. Recordé entonces los discursos oficiales y la perplejidad motivó mi asombro. Qué problema tan grande tiene nuestra sociedad, si una persona en artículo mortis se vacía en palabras que dejan entrever un interior lleno de rencor no dirigido a nada en específico, me imagino a los intrigantes de modales refinados, elegante ropa, grandes residencias y autos extravagantes, de oratoria falsa aunque plausible, asimilados, camuflajeados tal vez en las altas esferas de gobierno, las finanzas, la industria, el comercio, los credos religiosos y todos los lugares que les puedan redituar un desempeño de menos riesgo para sus actividades delictivas. El tipo se movió, de su garganta salió algo más parecido al rugido de una fiera que al gemido de dolor de un ser humano. Lo miré fijamente y me convencí que aún en aquellas condiciones estaba bien definido. Es un bribón de vastedades incalculables en el oficio de la maldad. Como delirando habló y habló. Dijo que su participación en el oficio lo llevó a comprender que su vida además del ridículo, mentira, encono, estuvo constituida de tal forma que no cupiera duda que era de los que pensaba que impulso e instinto son, en ocasiones, más fuertes que la razón, su atropellada y balbuceante exposición me hizo comprender que este ejemplar y de los que hablaba, son discípulos voluntarios de Diderot. De pronto se quedó callado. Con la esperanza de que continuara el póstumo relato de su vida a salto de mata, casi al oído como en secreto le mencioné, no te preocupes. No lloraré ni lo hará nadie, aquí se llora mucho mientras se vive y si de algo te sirve ya lo dijo Rochefoucauld, “los hombres no podrían vivir en sociedad si no se engañaran entre sí” -Hombre sabio. Contestó. Yo solo te puedo decir que me he ganado con mi conducta alocada, ahora lo reconozco, poco afecta a los finos modales, la repulsa pública, soy el más odiado de todos los que hacen gala de malditos. Se quedó nuevamente quieto y enmudeció. Se hizo el silencio entre nosotros. Calculé que ya no habría más argumentos que tratar, de pronto reaccionó. -En cuanto a la valentía del que me hirió te digo que es un valor de pacotilla, al primer beso de un cuchillo sale huyendo, lo conozco, es igual que yo. Sabemos que no es a machetazos ni a tiros como se mata la envidia, porque la tiene y razones no le faltan. Respiraba con mucha dificultad. Un viento con voces de cacharros y plásticos rodando calle abajo como palomas de porcelana rotas, anunció que más que presentarse atacó el mediodía. El ventarrón que de pronto arremetió, fue su mensaje. Los rayos del sol no pudieron calentar el frío de la muerte de aquel agonizante, las ramas del roble lo impidieron. Señora del momento, las dos de la tarde, permitió escuchar el primer ulular de las sirenas que venían en auxilio del desvalido. Con lo que consideré sería el último aliento de vida me dijo haciendo un esfuerzo postrero: -Nada esperes del cielo amigo, todo ruego es inútil. Tú eres de los buenos. Toma este escapulario, me lo dio mi madre que era creyente. A mí nunca me sirvió de nada. No caviles más, en la senda de la muerte todos somos iguales, nos veremos del otro lado, allá donde dicen que sin rencores se hospeda la noche. Hablaba como si se le estuvieran cayendo las palabras. -Me voy. Ya no puedo respirar, me ahogan los recuerdos, dijo poniendo los ojos en blanco. No te conozco pero dime si este rumor que escucho es canto, o llanto de mar, o es la voz del demonio que viene a poner punto final a mis fatigas. Cuando llegaron los paramédicos y los judiciales solo confirmaron lo que para mí ya no era noticia. Había dejado de existir. Subían su cuerpo exánime a la batea de unos de los vehículos más como una cosa, que como el cuerpo de un ser humano y recordé que el ahora santo Juan Pablo Segundo, nos enseñó lo siguiente “en realidad todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos con profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios” así lo vi partir cuan largo era en la batea de la camioneta. No hubo como lo pidió, llantos ni oraciones. Seguramente no hubo tampoco familia enlutada, ni caja engalanada de flores o sepulcro con lápida que consignara su nombre y fecha de fallecimiento. La fosa común. Un hoyo en la tierra para alguien que no fue digno siquiera de tener un nombre. Solo eso fue lo que Rayo por su alocado y torpe comportamiento como lo reconoció, pudo merecer.
¡Perdónalo señor! SILVESTRE VIVEROS ZÁRATE.