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Pablo Guimón/El País

El aspirante demócrata debe decidir antes del día 17 quién le acompañará a las elecciones de noviembre bajo la perspectiva de que será una vicepresidenta con gran protagonismo

“Mi país, en su sabiduría, ha pensado para mí el cargo más insignificante que jamás ha ideado la inventiva del hombre o ha concebido su imaginación”. Tan rotunda definición de la vicepresidencia de Estados Unidos es obra nada menos que de John Adams, la primera persona que la ostentó. Tras él, a lo largo de los años, muchos de sus sucesores han contribuido a delimitar los contornos de la visión clásica de uno de los cargos electos más vilipendiados. Así, John Nance Garner, primer vicepresidente de Franklin D. Roosevelt, dijo que el cargo “no vale ni un cubo de pis caliente”, y Harry Truman, que tan solo lo ocupó 82 días antes de que la muerte del mismo Roosevelt le abriera las puertas de la Casa Blanca, dijo que todos sus predecesores “fueron tan útiles como el quinto pezón de una vaca”. Y, sin embargo, a tres meses de unas elecciones que muchos ven como las más trascendentales de la historia moderna de un país sacudido por las crisis, la designación de su compañera de ticket se aguarda como la decisión más trascendental de cuantas ha tomado hasta ahora el candidato demócrata, Joe Biden.

La vicepresidencia de una hipotética Administración Biden, salvo que el candidato decida incumplir una promesa electoral antes de ganar las elecciones, será la primera mujer en la historia en ocupar el cargo. Más allá de eso, escasean las certezas. La conveniencia para el Partido Demócrata de capitalizar el movimiento por la justicia racial que ha sacudido el país en los últimos meses ha colocado a muchas afroamericanas y latinas en lo alto de las quinielas. De expertas y veteranas como la senadora y exrival en las primarias Kamala Harris o la exconsejera de Seguridad Nacional Susan Rice, a figuras más emergentes como la congresista californiana Karen Bass o la gobernadora de Michigan Gretchen Whitmer. También se habla de la senadora Elizabeth Warren, que es blanca pero permitiría a Biden estrechar lazos con el ala izquierda del partido, otro de los factores a tener en cuenta en una decisión, esperada con ansia en Washington, que el candidato se resiste a tomar pero debe hacerlo antes de la convención demócrata que se celebra el 17 de agosto.

Más allá del género, el consenso en Washington es que, si Biden gana las elecciones de noviembre, la vicepresidencia adquirirá una relevancia sin precedentes. Primero, porque el candidato, que se convertiría en el presidente de más edad en llegar a la Casa Blanca (lo haría con 78 años), se ha referido a sí mismo como un presidente de transición. La vicepresidenta, en una eventual Administración Biden, se verá pues como una presidenta a la espera. Segundo, porque será inevitable ver en ella una señal del rumbo que tomará en el futuro un Partido Demócrata atascado, al menos desde la Gran Recesión, en un debate sobre su identidad. Y tercero, porque la historia dice que, igual que los presidentes, los vicepresidentes más relevantes llegan en tiempos de grandes desafíos. Y en un país golpeado por crisis insólita y poliédrica, desafíos no le faltarán a la Administración que salga de las urnas el 3 de noviembre.

La vicepresidencia está escasa y pobremente dibujada en la Constitución, y el cargo ha debido ir definiéndose y aclarando a través de enmiendas. Originalmente, la carta magna establecía que sería vicepresidente el segundo candidato más votado en el colegio electoral. Así, en 1796 el presidente John Adams tuvo que gobernar con el vicepresidente Thomas Jefferson, del partido rival, y en 1800 el propio Jefferson empató a votos con el candidato a vicepresidente de su partido, y el asunto se trasladó a la Cámara de Representantes, que tuvo que votar nada menos que 36 veces hasta romper el empate. Para las siguientes elecciones, en 1804, se añadió la 12ª enmienda que instauraba el actual sistema de elección, que requiere un voto separado para la vicepresidencia.

El de vicepresidente es uno de los dos únicos cargos electos a nivel nacional, y es la persona que asume la presidencia si esta queda vacante. Algo que no conviene menospreciar: entre 1841 y 1975, uno de cada tres presidentes murió durante su mandato o dimitió. Ocho vicepresidentes ascendieron debido a la muerte del jefe, y uno, Gerald Ford, por su dimisión. Además, es un clásico trampolín para la Casa Blanca. La mayoría de los vicepresidentes desde la posguerra han buscado la nominación presidencial después, a menudo con éxito,

La Constitución entrega a la vicepresidencia apenas dos responsabilidades, enmarcadas, curiosamente, más en el poder legislativo que en el ejecutivo. Una es supervisar el recuento formal de los votos del colegio electoral ante una sesión conjunta de las dos cámaras del Congreso tras una elección presidencial. La otra, ejercer de presidente del Senado y romper los empates en la cámara, tarea que John Adams realizó un récord de 29 veces, y Biden no tuvo oportunidad de hacer en sus ocho años de vicepresidente.

Por lo demás, durante la mayor parte de la historia del país, la vicepresidencia fue en efecto un cargo insignificante. Hasta la ratificación de la 25º enmienda de la Constitución, de hecho, si un vicepresidente dimitía o fallecía ni siquiera era sustituido, y el cargo ha estado vacante durante un total de 37 años en la historia americana.

La cosa cambió en 1976. Carter ofreció la vicepresidencia a Walter Mondale, y este aceptó dejar su escaño seguro en el Senado solo si el demócrata accedía a dar a su vicepresidente un papel más relevante y activo en la Casa Blanca. Carter aceptó el trato, le dio a Mondale una oficina en el ala oeste de la Casa Blanca, estableció una comida semanal mano a mano y le encargó importantes responsabilidades.

Desde entonces, la tendencia es a más poder en la vicepresidencia, y los cuatro últimos han desempeñado papeles clave en sus administraciones. Al Gore, liderando reformas medioambientales y la estrategia tecnológica. Dick Cheney, en política energética y la invasión de Irak. Joe Biden fue asesor clave de Obama en política exterior, y Mike Pence ha sido el encargado de coordinar a la respuesta a la pandemia del coronavirus, de largo la crisis más grave de la Administración Trump.

En el equipo de Biden indican que el campo se ha reducido a dos o tres candidatas. Los republicanos preparan sus ataques. Y la incertidumbre ha abierto ya alguna brecha entre los propios demócratas (lo cual, en un partido dado a las luchas fratricidas, no tiene mucho mérito). Contribuye a la ansiedad el hecho de que Biden ya ha incumplido en al menos dos ocasiones las fechas que él mismo se ha ido marcando para anunciar su candidata a vicepresidenta, lo cual tampoco debería sorprender si se recuerda cómo ha tomado otras grandes decisiones de su carrera: el año pasado también incumplió reiteradamente los plazos que se autoimpuso antes de anunciar su candidatura a las primarias, igual que tardó en descartar hasta en tres ocasiones anteriores emprender una carrera presidencial. Biden, aseguran en su equipo, no es una persona que se precipite al tomar decisiones. Y esta, la de elegir a la que puede ser la mujer más poderosa de Estados Unidos, es una decisión importante.

Foto de Reuters.