En México nos debatimos entre Dickens y Balzac,
entre Grandes esperanzas y Las ilusiones perdidas

Me voy como llegué / no perdí el tiempo
Y si alguien vive / yo estaré despierto.
JEP

Atrás quedaron el miedo a qué diría, el temor de cómo iba a pararse y la preocupación de qué ropa se iba a poner el día de la premiación. José Emilio Pacheco murió hace cinco años. Pero quedan su poesía y sus palabras sobre temores y fobias: “Nunca me he puesto un frac y ni creo que me quede bien”, dijo el poeta al conocerse como ganador del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2009. “Como Gonzalo Rojas y Claudio Rodríguez, no puedo sino sentir que otras personas merecen más que yo este premio”. Siempre fiel a su modestia y humildad, así empezó aquel año su discurso al recibir el galardón de manos de la (todavía) Reina Sofía en el Palacio Real de Madrid. Ese día por la mañana, en una multitudinaria rueda de prensa, el autor de 800 páginas escritas en 14 libros (“Ojalá el producto de tanto esfuerzo y constancia sean al final de todo 10 poemas válidos”) había vislumbrado el contenido apesadumbrado de su discurso: “Sólo se me ocurre que escribimos poesía porque es una forma de resistencia contra la barbarie. Mientras más barbarie, más resistencia”, porque él, dijo, escribía sobre lo que veía y lo que veía no era para sentirse optimista: “Ahora –apuntó– en México hay un nuevo matiz que no existía, una crueldad nueva. Por ejemplo, antes había venganza entre los gánsteres, pero a las mujeres y a los niños se les respetaba. Ahora aparecen los niños quemados vivos o un hombre decapitado al que le sacan los ojos. Es monstruoso. Es de una impotencia terrible, así que yo creo que no soy pesimista, que con los seres humanos me quedé corto”. Tras agradecer, una y otra vez, como consignaron entonces en su crónica el enviado especial y el corresponsal de La Jornada, la generosidad del jurado, de la Universidad de Salamanca y de la propia Casa Real por el reconocimiento, el escritor y ensayista reflexionó en el acontecer diario e histórico de México y el mundo: “No quiero ignorar las trágicas circunstancias por las que atraviesan México en particular y el mundo en general. Se ha dicho que lo ocurrido en los veinte años posteriores a la caída del Muro de Berlín se resume entre un título de Dickens y otro de Balzac: Grandes esperanzas y Las ilusiones perdidas. Nací a mediados de otro año horrible, 1939, y sin embargo me libré de los desastres de la guerra. No sufrí los bombardeos, las batallas, las persecuciones, los campos de exterminio. Todo lo experimenté a distancia y no por ello dejó de imprimirse en cuanto he escrito. Ahora la violencia y la crueldad extremas son mi pan cotidiano y vivo en medio de un conflicto bélico sin esperanza de victoria. A ello se suma la visión agravada del hambre y la miseria en México y en el mundo”. Pacheco aclaró que el premio “no lo recibiría si fuera modesto”, pero al mismo tiempo anheló los días en que se podía sentar tranquilamente a escribir, algo que no hace desde que irrumpió en su vida este galardón. Porque todas sus calamidades empezaron ese 2009 con el inicio de los homenajes por su ingreso entonces al club de los septuagenarios. Y ahí se le vino el mundo encima al autor de Las batallas en el desierto. “Nuestro escritor”, lo llamaron todos lo que lo acompañaron en el vía crucis de hablar en público. Eran los primeros días del año y el timidísimo poeta ya no encontraba mesa bajo la cual meterse: “Vivo en el terror, imagínense cuántos discursos tengo que pronunciar de aquí al 30 de junio”, declaró con pasmo José Emilio ante la idea de enfrentarse a los diversos públicos de la UNAM, la UAM, El Colegio de México y el INBA, así como de varias ferias del libro en los estados. Humilde a más no decir, introvertido, bonachón, afable y hasta ingenuo. De todo un dechado de virtudes los definieron para rescatarlo de ese escaparte de vanidades de los literatos. Su amiguísima Elena Poniatowska ha dicho de él que crea en torno suyo un ambiente fraterno, no habla desde el podio, no discurre, pregunta. Se dirige en tono familiar al que tiene enfrente y ha tenido la generosidad de decir que todo lo escribimos entre todos. Ya lo había anticipado Héctor Aguilar Camín al inaugurar unas de las tantas jornadas conmemorativas para celebrar el cumpleaños del poeta: “Es un escritor que se ríe de la vanidad”. Y él respondía: “Alcancé a vivir 70 años, lo que es al mismo tiempo un triunfo y una tragedia: me pregunto si hasta aquí llegué y si lo poco que les ofrezco es cuanto pude dar, o si por lo contrario habrá un nuevo comienzo a partir de cero y alcanzaré a escribir los libros que ambicionaba”. Pero la misma Elenita, como le decía él a la Poniatowska y que lo conoció al derecho y al revés, escribió en La Jornada que todos los días comenzaba de nuevo y repetía a sus años lo mismo que decía a los 30 y a los 50: “Mi objetivo en la vida y en la literatura es tratar dentro de mis limitaciones de escribir lo mejor posible. Todas mis ambiciones –no soy una blanca paloma, tengo ambiciones también– están dentro de la literatura. Tengo una ambición muy clara, que es una locura, casi como querer ser famoso o poderoso, y es la de querer escribir bien”. Y el poeta insistía: “La maravilla de cada día es que ningún día es idéntico al otro, y ahí está mi defensa de la no felicidad (La felicidad es algo que conoces cuatro veces en tu vida, y si no lo tienes todos los días sientes que eres muy infeliz y que la felicidad la hemos identificado con el consumo, con el resultado desastroso para la tierra y para la sociedad), porque aún dentro de la vida más monótona (levantarse, bañarse, tomar un café y poder hablar con la familia), cada día es enteramente nuevo e irrepetible”. El autor de libros que han marcado a generaciones de lectores se rehusaba a ser llamado maestro y se asumía como un perpetuo estudiante: “Mi medio siglo de relación con la UNAM podría resumirse en dos palabras que Goya puso al pie de uno de sus grabados: sigo aprendiendo”. Ahí precisamente, en la UNAM, José Emilio, en otra más de las celebraciones en su honor, se permitió salirse del “dominio público” para entrar en el terreno de lo privado al agradecer a su esposa, la periodista Cristina Pacheco, por su entusiasmo y compañía: “Sin ella su marido no hubiera escrito nada, su disciplina, su increíble capacidad de trabajo, su don de no fallar nunca a ninguno de sus compromisos, todo lo contrario de mí, resulta la otra cara, el reverso de mi incurable proclividad al caos, a la indolencia y el desaliento”. Titubeó un poco acerca de la consabida resistencia de la periodista a entrar en ese tipo de intimidades y ante tal indiscreción prefirió la broma: “Me va a regañar cuando salgamos de aquí”, dijo el tímido marido de la también escritora. Entre que sí y que no, que si es un poeta del apocalipsis o catastrofista, sus amigos resaltaron su capacidad para combatir la sombra con claridad, que canta a la luz en sus diversas posibilidades: “Para él es símbolo del continuo renacer y de la creatividad artística, por eso representa a sus poetas más admirados, Rubén Darío y Sor Juana Inés de la Cruz, a partir de la llama y equipara a la belleza femenina con el resplandor”, dijo Francisca Noguerol, especialista de la Universidad de Salamanca (España) y quien preparó la antología sobre el poeta, Contraelegía, que se publicó como parte del Premio Reina Sofía. Para Margo Glantz “posee un don innato para el lamento, capaz de verbalizar con espléndidas imágenes la catástrofe”. Aguilar Camín: “Ha sido un habitante ejemplar de la República de las Letras, abundan en su vida literaria dones que suelen escasear: es un lector generoso y un maestro graduado en la enseñanza de las obras de otros, es un antologador excepcional y un crítico que no ha sido mordido por la maledicencia literaria. Desde sus primeros libros, asomaban las cualidades de los clásicos: actualidad, transparencia y sencillez, ha sido un editor crítico y exigente de su propia obra”. Pero fue su gran amigo Carlos Monsiváis, quien falleció un año después, el que le puso la cereza al pastel de los elogios: “Eres un clásico”. En todos los actos, Pacheco, quien falleció el 26 de enero de hace dos años, terminó sus intervenciones con la lectura de algunos poemas de Como la lluvia, que junto con La edad de las tinieblas pusieron punto final a una década de silencio editorial del poeta: No actué mal / Mi papel de bufón didáctico. / Al menos no aburrí a la concurrencia / Y obtuve algunos aplausos. / Con el pago podré escribir. / Lo difícil / Será mirarme al espejo. Con un infinito agradecimiento por los homenajes cerró sus discursos el día de su cumpleaños 70, el 30 de junio de ese fatídico 2009 en el que también le fue concedido el Premio Cervantes, y una frase que nadie imaginó saliera de la boca del autor de No me preguntes cómo pasa el tiempo: “¡Qué voy a hacer la próxima semana sin aplausos ni fotografías!”.