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Flor de Cempasúchil
DANIEL BADILLO
No murió. Sólo cambió de forma, de aroma, de tiempo. Peinaba con paciencia su cabello blanco y gris. Con un cepillo de color rosado, que todavía conservo. Siempre, siempre sonreía al mirar. Es más, dormía con sus manos entrelazadas como almohada, con una sonrisa y así despertaba. No murió, voló al universo. Siempre con delantal y con el tarro de café negro bien cargado, en el que muchas veces mojaba su tortilla aderezada con manteca y sal, un manjar, decía.
Cuidó de Sandra, Miguel, Emmanuel, Gabriela y de mí. Nunca podremos pagar tanto amor, tanta dulzura, tanta paciencia, sobre todo con Miguel, con Sandra y conmigo, huérfanos de niños. En la infancia, como aquí lo he dicho, nos llevaba gorditas de almuerzo en mi maravillosa escuela Enríquez, en mi precioso Coatepec. Se hizo famosa entre los maestros, y de vez, en vez, le hacían encargos. Cómo recuerdo el amor que le tenían mis maestras Aida y Vicky.
Le acompañó hasta el último día su fiel escudero, nuestro perro Samet. El día que durmió para ya no despertar, se encontraba junto al féretro sufriendo en silencio. Día y noche, durante el velorio, no se apartó de ella. A los pocos meses, Samet también voló.
Juanita siempre fue una mujer valiente desde niña. La adversidad la hizo fuerte, con temple, trabajadora. Su ausencia es comparable al día en que las nubes ocultan el sol. Comparable con el llanto del cielo al caer la lluvia. Y comparable también con el canto de los grillos por la noche en el jardín. Duele recordarla, porque quedaron muchas pláticas pendientes.
Cuando reparaban nuestra pequeña casa en Cuauhtémoc, por el rumbo del panteón, en Coatepec, improvisamos una cocina en el patio, con láminas de zinc y nailon. Llegaba yo de trabajar, de noche, y aun cuando yo deseaba que siguiera durmiendo, se levantaba para saber cómo había estado mi día. Solos, ella y yo, a medio patio, con las estrellas centellando, nos poníamos a platicar.
El dolor no se ha ido. Pero es más fuerte la gratitud que siento por ella. El amor de Juanita fue un amor inigualable e indescriptible. Aún recuerdo el olor a tabaco de su reboso café. Imposible olvidarla sentada en la mesa leyendo el Diario de Xalapa, de principio a fin.
Juanita no murió. En la mente y en el corazón de quienes la amamos sigue presente. He de confesar que no la he visitado en el panteón, porque sé que allí no está. Está en cada recuerdo de su infinita bondad por nosotros. Está en sus sabios consejos para ser hombre de bien. Siempre me decía que la honestidad debía ser la mejor carta de presentación, ante todo.
Hoy Juanita descansa en paz. Por estas fechas, adornaba su humilde vivienda con un altar a los difuntos. La flor de cempasúchil era de sus favoritas. Decía que el amarillo de la flor era semejante al sol. Ponía sus santos y las fotos de sus antepasados y colocaba tamales, chocolate y pan en el altar. La visitaban sus familiares que pasaban al panteón y hacían parada en su casa para llevarle tamales, en un intercambio que recuerdo como si fuera ayer.
La flor de cempasúchil que adorna estos días las casas de mi amado Coatepec, ha traído a la memoria esos días y esas noches, tan nítidas como en mis sueños; tan vívidas como si pudiera abrazarte de nuevo Juanita.
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