Los Políticos
Detrás de unos algodones de azúcar
Salvador Muñoz
¿Qué hay detrás de esos algodones de azúcar?
Salí con Nina y Lucky a dar la vuelta. Digo que les doy la vuelta pero creo que me engaño… ellos son los que me sacan a mí, de ese ensimismamiento frente a una pantalla. Llegamos a la esquina y Lucky, el perrhijo blanco peludo, se acercó al vendedor de algodones de azúcar cuyo rostro era cubierto por la ramificación de sus dulces.
Cruzamos la calle casi juntos pero cedimos el paso al vendedor quien enfilaba rumbo a la avenida Lázaro Cárdenas.
Seguimos avanzando, entre una que otra olfateada, marca de orinas y pasos saltarines de Nina y Lucky a lo largo de la calle que va rodeando el parque del vecindario. Casi terminando la cuadra, veo que el vendedor de algodones desvía su camino y entra a un estacionamiento que por lo regular ocupan los niños, jóvenes y alguno que otro adulto para jugar futbol. Por mi mente pasan rápido algunas cosas: ¿irá a hacer pipí entre los matorrales? ¿se sentará a descansar un rato? ¿irá a hacer una llamada? Mis pensamientos son cortados abruptamente por lo que a continuación veo: El vendedor intenta poner sobre la pared de un aparcamiento su garrocha de algodones de azúcar mientras que va perdiendo la verticalidad que trata de mantener intentando recargar su espalda en la misma pared… le grito: “¿Hijo, te sientes bien? ¿Te sientes bien?” mientras ya corro hacia él junto con otros transeúntes. Cuando llegamos a su lado, yace casi en posición fetal mientras los dedos de sus manos se crispan y sus piernas, encogidas, están rígidas.
(Un revés al pasado, así, de golpe, y estoy escuchando a mi madre, a mis tías, a mis primas o hermanas gritando: “¡El ataque!”)
Las convulsiones que sufre el vendedor de algodones de azúcar las conozco… Una señora en el celular llama al 911 y les dice que está sufriendo un ataque al corazón… con calma, le digo que no, que es un ataque de epilepsia.
Mi mano sobre su hombro, con firmeza pero con suavidad, mientras le digo que en breve va a pasar. Tomo su mano y la rigidez va perdiendo fuerza.
(En mi cabeza, siguen los reveses al pasado. Siete o nueve años… la verdad, no recuerdo. Lo que sí recuerdo es la figura de mi abuela frente a mí… el momento en que de repente, se desconecta, su mirada se pierde, no responde y yo tengo dos reacciones… la primera, la que oía desde que tengo uso de razón y la que aplico en ese momento: “¡El ataque!”, grito esperando que mi mamá, mis tías, mis primas lleguen a su auxilio; mientras que mi segunda reacción es abrir los brazos con la idea infantil de recibir a la abuela en su caída… acabo aplastado)
“¿Cómo te llamas? ¿Sufres epilepsia? ¿Tienes a quien hablarle? ¿Cuántos años tienes?” son algunas preguntas que le hago, pero todavía su sistema sigue en el “reinicio”… alguien tiene el tino de pasarle gel antibacterial que le dan a oler… me dice la señora de la llamada que esperemos a la ambulancia, que mientras, lo sentemos. Se disculpan los transeúntes y se retiran… unos apoyan al vendedor de algodones de azúcar con 50 pesos que toma en una de sus manos, que guarda raspones de su caída.
Nos quedamos sentados en ese estacionamiento. Lucky de nuevo se acerca amistoso a él. Lo saluda. Se llama Miguel Ángel, tiene 25 años, vive en la colonia Veracruz… tuvo que salir ese día porque tiene que ayudar a su mamá que vende antojitos… lleva bastante tiempo sin vender, por la pandemia… le ha ido mal… “no hay niños”, me dice. Tiene rato que sufre de esos “ataques” y cuando se siente mal, cuando siente que le va a dar un “ataque”, primero, busca un lugar donde sentarse porque le da miedo que lo vayan a atropellar; segundo, porque le da pena pues la gente piensa todo, menos que sufre una convulsión.
Mientras esperamos el arribo de la ambulancia prometida, me cuenta su vida… una vida muy complicada a sus 25 años… vive con su mamá, no piensa tener pareja porque no quiere que si tuviera hijos, “les herede” su enfermedad u otras complicaciones; cuando está triste, lee la Biblia; un amigo lo ayuda a hacer sus algodones de azúcar pero el día no ha sido bueno… vende los algodones a 15 pero los baja a 10 cuando hay mayoreo… le digo que guarde su billete, mismo que tiene aferrado en su mano lastimada. Seguimos esperando la ambulancia y me dice lapidario que “no va a venir… nunca vienen”. Lo invito a que me acompañe para comprarle algodones… apenas damos dos pasos cuando uno de los transeúntes que se había retirado, llega corriendo, sí, ¡corriendo! para avisarnos lo que ya sabíamos: “Nos devolvieron la llamada y que les surgió un accidente… me dicen que si ya se siente bien, que se retire”… tenía razón Miguel Ángel: no van a venir…
Se va a su casa… al final, creo que le fue bien… no tanto por la venta final que haya hecho, sino porque al igual que yo, pudimos ver que a veces, el transeúnte puede ser más solidario que una llamada al 911.
Si llegó el lector hasta acá, un favor le pido… no haga de la cotidianidad parte del paisaje, y cuestiónese qué puede haber detrás de un vendedor de flores, de chicles, de una persona que pide limosna, y si está en sus manos, intente darle un buen día, porque detrás de unos algodones de azúcar hay miles de historias que un poco de solidaridad nos permitirá conocer.