Política Incorrecta

Se adelantó mi hermana mayor

 

Empiezo el nuevo año con una reflexión doblemente obligado por haber sido el 2020 un año para el olvido por la agobiante pandemia que ha atacado a la humanidad, pero más por la irreparable pérdida de un ser tan querido como lo es una hermana.

 

Voy con mi querida hermana. El último día del muy doloroso del 2020, faltando unos minutos para el medio día, la profesora Concepción González Gama (Córdoba, 3 de marzo de 1938), mi hermana mayor partió a la cita eterna. Hago una pausa para tomar aire. Perdonen amigas y amigos mi franqueza, y que abra la intimidad familiar, pero la muerte de un hermano o hermana, dolorosa de por sí, encierra un simbolismo muy especial cuando se trata de la mayor en la escala familiar. Para uno que se dedica a escribir, no se puede pasar por alto un hecho así. Se presta para una reflexión, sobre todo porque el que escribe es el menor. Imagínense ustedes, cuando nací mi hermana Concepción ya tenía 22 años.

 

Faltaban poco más de dos meses para que cumpliera los 83 años. Fue la segunda hija de mis padres. El primero, Rodolfo, el primogénito, no llegó a cumplir los dos años, un accidente, doloroso y desafortunado, dejó graves secuelas al frágil organismo de mi hermano cegándole la vida. Al cabo del tiempo lo conocí por las dos únicas imágenes que quedaban de él y que mi madre guardaba como un valioso tesoro: la primera, en el regazo de mis padres, fotografía de estudio, en donde posaban orgullosos junto al malogrado primogénito; la segunda, de meses de nacido, una imagen espontánea, típica, recostado sobre una cama con el dorso desnudo, sonriente y juguetón, con una dedicatoria escrita del puño y letra de mi padre: “Con cariño para mi abuelita Concepción de su nieto Rodolfo” y la fecha. Hago una pausa para tomar aire y respirar hondo.

 

En ese ambiente aun de duelo y de profundo dolor nació mi hermana. Mi madre apenas rebasaba los veintiún años y mi padre los veintiséis. Llenar el vacío que dejó la prematura partida del primogénito, en el cual seguro había muchas esperanzas cifradas debió haber sido algo imposible para mi hermana. Reflexiono a la distancia y me pongo en el papel de mi padre. Uff, qué difícil  ha de haber sido superar la pérdida del primer hijo, sobre todo para él que nació en un entorno patriarcal. En esa circunstancia dolorosa  que no escogió, le tocó venir al mundo y crecer a mi hermana Concepción. Subrayo que no estoy insinuando un rechazo de mi padre, pero sí creo que debió ser difícil para una niña venir al mundo inmediatamente después del fallecimiento en circunstancias dolorosas del primogénito.

 

Si ustedes me lo permiten me voy a situar en ese México de 1938, de blanco y negro, y mis padres poco preparados para los sinsabores de la vida. Imagino el ambiente de amargura en el que creció mi hermana. Pronto, afortunadamente, llegaron más hermanos que en algo debieron ayudar a sanar las heridas que dejó la pérdida del primo hijo. En el conteo final, mi madre procreó 11 hijos de los cuales sobrevivimos 9 hasta hace pocos años. Pero vuelvo a Concepción, pese a todo creció y todavía adolescente partió a Xalapa a estudiar para maestra normalista en la Benemérita Normal Veracruzana. En esa época no había mayores opciones para estudiar, el magisterio era el único camino. Alrededor de los veinte años se recibió y de inmediato entró a prestar servicios al sistema educativo federal.

 

Se encargó de primer año de primaria por más de treinta años. Lo hizo con la entrega y el coraje de mujer comprometida con la niñez y acometió la labor docente casi como una misión apostólica, en un modesto plantel para niños de escasos recursos que una prominente familia de Córdoba contribuyó a construir, la ‘Margarita Fernández de Penagos’, del populoso barrio de San Pedro. En esa su labor docente se dio tiempo para formar familia, le sobreviven tres hijos y cinco nietos. Cumplió plenamente como profesional docente y como mujer, ni duda cabe.

 

Muchos años después Concepción concluyó su labor magisterial como directora del plantel al que consagró toda una vida de docencia. Fue una estricta educadora, de carácter fuerte, con la seriedad por delante como los educadores de antes. Muchas generaciones de cordobeses aprendieron las vocales e hicieron sus primeros ejercicios gramaticales bajo la atenta guía y luz de la profesora González Gama.

 

Concluiré esta reflexión con una breve historia de la cual, sin querer, mi hermana fue la protagonista. Hace ya algunos años, un querido amigo cordobés del cual me reservo su identidad por respeto, preguntó a una alta funcionaria de la otrora delegación federal de la SEP de Xalapa, qué escuela le recomendaba  a su hijo mayor para que cursara el primero de primaria en Córdoba. Sin pensarlo dos veces le recomendó la escuela Margarita Fernández de Penagos, en donde mi hermana era la docente. “Es la mejor maestra de primer año de la ciudad”, le dijo. Para mi amigo era como un dilema optar por inscribir a su hijo en la escuela de mi hermana por estar lejos de su domicilio. Finalmente tomó la mejor decisión y lo apuntó en la céntrica escuela primaria estatal ‘Francisco I. Madero’, ubicada en el histórico edificio de la Escuela Secundaria de Bachilleres, Artes y Oficios, que, dato aparte este año cumplió 150 años de fundada, en la cual otra de mis hermanas, Natalia, era la encargada del primer año de primaria.

 

Que en paz descanse mi querida hermana Concepción, no fue Covid, una vieja afección cardiaca no la perdonó.

 

gama_300@nullhotmail.com  @marcogonzalezga