El delirio

 

Jesús Silva-Herzog Márquez
en REFORMA

15 Mar. 2021

No son certeros los términos que hemos usado para describir la obsesión y la fuga. Los llamados a que el hombre recapacite para que examine el efecto real de su actuación parecen absurdos. ¿Alguien podría imaginarlo? Después de una conversación, el inflexible finalmente se sienta a examinar los datos y las advertencias. Hace espacio para la reflexión y concede fundamento a alguna crítica. Al día siguiente corrige. ¿Alguien imagina esa metamorfosis? Por eso me parece ingenuo pensar a estas alturas que la intervención de algún consejero podría abrir la mente del enquistado. Tenemos abundante evidencia de que no tiene oído más que para su propia voz y la de quienes le hacen eco. Las crisis, lejos de espabilarlo, han reforzado su hermetismo, lo han encapsulado en su alcázar de espejos, le han dinamitado el discernimiento elemental. Evadiendo sistemáticamente el presente, su discurso es cada vez más destemplado, más vehemente y más grotesco.

El Presidente y los suyos envían señales desde un planeta remoto. El 8 de marzo tuvo a bien organizar un homenaje para sí mismo. Esa le pareció la mejor manera de mostrar su compromiso con la causa feminista. Después de describir a las mujeres que protestan contra la violencia machista como títeres del fascismo, como juguetes al servicio de causas antinacionales, hizo que las mujeres que trabajan para su gobierno lo celebraran y culminaran la ofrenda con una porra. ¡Es un honor estar con el promotor de un violador!, era el sentido implícito de esa penosa animación. El Presidente tuvo también la generosidad de brindarnos cátedras sucesivas sobre el derecho y la lealtad. La ley que aprueba nuestra mayoría es expresión de una voluntad incuestionable. No es una norma que deba ajustarse al marco de la Constitución y que, por ello, debe pasar la prueba de los tribunales. A su juicio, la ley declara el deseo del poder, no restringe su voluntad. Por eso la osadía de cuestionar sus resoluciones es equivalente a una traición. Traidores a la patria los abogados que defiendan derechos contra la voluntad declarada de la nación. Corruptos los jueces que advierten su incongruencia en la ley de la mayoría.

Si algo reiteran y refuerzan estos reflejos es el cerco de una convicción decidida a ignorar cualquier realidad, por monumental que sea, si escapa de su fantasía personal. Si la montaña que todos vemos no aparece en el paisaje de su programa, la declarará humo, mentira, engaño. El único mundo que se viaja por su nervio óptico es el que reitera y refuerza su manía. El revés, el error, el efecto contraproducente de su propia política son, para decirlo con la fórmula que emplea a diario, «moralmente imposibles». Para el Presidente, solo el halago es honesto. Es así como, en la inteligencia del supremo, la realidad queda moralmente desterrada.

Sería un consuelo pensar que su retórica es inocentemente demagógica. Pero su celebración del «éxito» de la política sanitaria, su insistencia en que el halo de su santidad infinita ha borrado la corrupción, su confianza en que la austeridad es la vía mexicana a la justicia social no son simplemente maneras de presentar los desafíos del gobierno bajo la luz favorable. No son expresiones que cuidan la integridad de un relato, que alientan optimismo, que cuidan simpatías. Son la descripción puntual del mundo en el que vive el hombre más poderoso del país. Puede entenderse que el piloto trasmita a los pasajeros una información que los tranquilice cuando se enfrentan problemas durante el vuelo. Podría calmar a los pasajeros con palabras de aliento, siempre y cuando activara al mismo tiempo los procedimientos de emergencia. Lo grave es que el piloto no mira los instrumentos de la cabina, desestima las chicharras de alarma, mira enamorado el espejo y sugiere a los pasajeros que disfruten del privilegio de volar con él mientras miran llamas en las turbinas. Ese es el mensaje del mexicano más poderoso en muchas décadas. Un político que no tiene oposición y apenas crítica. Quiero decir que el problema más grave no sería que el gobernante engañara a otros, lo alarmante es que se ha engañado a sí mismo. No hay hecho, no hay dato, no hay persona que le permita el reencuentro con el mundo. Todo aquello que expone una razón discordante es señalado de inmediato como cómplice de una conspiración que se opone a la felicidad nacional.

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