22 Mar. 2021
Si no es expresión de su voluntad, la ley es injusticia. Si los intérpretes del derecho se separan de su deseo, son traidores. Los opositores, los críticos y hasta los escépticos son enemigos de una nación que tiene el deber de sentirse entusiasmada por su gobierno. Arrancado de la canción clásica de José Alfredo Jiménez, el título del nuevo libro de Carlos Elizondo lo captura perfectamente. Quien se imagina como el esplendor de la historia mexicana no puede reconocer más ley que la que sale de su boca. La ley no es un tejido complejo y abierto que aloja interpretaciones distintas, sino declaración de voluntad única. Solo será legítima la interpretación que coincide con la propia. La ley no restringe al poder, es el testimonio de sus pretensiones.
La controversia de estos días es reveladora porque muestra la hondura de su convicción autocrática. No lo detienen los límites que marca la ley. No reconoce el Presidente al derecho como un marco de restricciones, como el cauce necesario de la acción política, como límite al poder. No acepta que las reglas constriñen la voluntad de cualquier política, así sea la política democrática. El Presidente nos ha dejado muy claro que entiende la ley como su instrumento, más aún, como su propiedad. Cualquiera que la usa o la invoque para fines que no sean los del Presidente, la usurpa. La ley le pertenece porque él se imagina como la encarnación de la legitimidad y ésta es, a su juicio, un permiso sin restricciones.
Un juez recibe el furioso ataque del jefe del Estado desde Palacio Nacional. Más que pedir la revisión de su fallo, el Presidente ataca la integridad del juzgador y lo incorpora de inmediato a una conspiración que pretendería descarrilar su gobierno. La andanada del Presidente no es solamente un ataque al juez que examina la constitucionalidad de las leyes. El destinatario del hostigamiento es todo el poder judicial. La agresividad retórica es una intimidación a cualquier integrante de la rama judicial. La violencia verbal del Presidente, la facilidad con la que descalifica moralmente a cualquier crítico, la vehemencia con la que suelta acusaciones de corrupción a cualquier entidad pública que actúa con independencia de su dictado obstruye la actuación imparcial y libre de la judicatura. El belicismo del Presidente destruye la plataforma de la independencia judicial. Más allá del destino de las controversias, el embate lanza a los jueces a un territorio del que no pueden salir bien librados. Si terminan por avenirse al argumento presidencial, serán vistos como sometidos a su dictado. Si, por el contrario, mantienen la invalidez de las decisiones del régimen, seguirán recibiendo golpes que minan su legitimidad.
La más fresca enemistad del gobernante ingobernable trasciende al estamento judicial. No se trata, en realidad, del ataque a una institución constitucional. Es un ataque al régimen mismo de la legalidad. El rodillo del poder decidido a aplastar cualquier precaución jurídica. El hostigamiento a la judicatura se ha acompañado de un hostigamiento a la profesión jurídica. Los abogados que representen intereses contrarios a los de su gobierno deben ser considerados traidores a la patria. Lo ha dicho así el presidente de la República. Acusar de traición es resorte de autócratas. Elisur Arteaga, quien representó a López Obrador cuando recibía los ataques de Vicente Fox advirtió en un artículo reciente publicado en Proceso que el embate reciente es un atentado al Estado de derecho. Tiene razón. El mecanismo completo de la legalidad es el enemigo del nuevo régimen. Sus principios fundamentales, su mecanismo y sus agentes son incompatibles con la política de la fe. Las reglas serán válidas solamente si coinciden con la voluntad presidencial; si desde ahí se les declara «injustas» deberán incumplirse heroicamente. Para el régimen, la profesión jurídica merece el respeto que reciben del Presidente su ministra del interior y su «consejero» legal. En el espacio oficial, la abogacía es una profesión superflua y sospechosa. Y el arbitraje judicial, una instancia que debe afiliarse a la transformación. En la mirilla de enemistades, la ley.
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