LAS ARDILLAS

Una, dos, tres, cuatro. Sí. Seguro. Eran cuatro. Todas del mismo color amarillo-cenizo-parduzco. Una línea de pelo negro les iniciaba en la cabeza, continuaba por el lomo y terminaba hasta el último girón del pelambre de la cola. Las observé con todo detenimiento. La de adelante y la que iba al final parecían ser las maestras, las más avezadas. Si la primera se detenía, en acto reflejo de inmediato se detenían las demás. En ese alto la última revisaba, volteando la cabeza, el tramo recorrido como buscando algún peligro rezagado. Las colocadas Enmedio repetían para demostrar que ya habían aprendido, cada sacudida, cabeza levantada, brincos nerviosos más parecidos a un estertor que al deseo de avanzar. De la rama de una mora pasaron al techo de lámina de la casa del vaquero. Posteriormente en un alarde de equilibrio caminaron con rapidez sobre el cable que viene de la mufa hacia la habitación y de allí al árbol frente a la casa donde me encontraba en ese momento tratando de encontrar algo digno de ser escrito. Algo extraño y exageradamente inusual sucedió ese día a partir de ese momento. Mi memoria por más que la exprimo comenzando en los inicios de mí ya lejana niñez, no registra una acción así de vertiginosa. Sí. Mentalmente todo lo revisé. Desde que tengo la sospecha se haberme creado a mí mismo y que para mi asombro el sol perdió su color original tomando este tono plomizo especialista en pintar atardeceres melancólicos. Ya estarán enterados que existen días marcadamente oscuros cual, si fueran remedos mal logrados de noches prófugas, resbaladizas, de esas destrampadas convertidas en enigmas donde los sueños entrelazan sus caminos con la realidad. Sí. Esas. Las que inundan el mundo fantasmagórico con el parpadear de los cocuyos. Es entendible al menos para escritores y poetas que esa luminosidad titilante en noches así, sea una forma de gritar su desamparo, o más bien, un idioma que volando grita su sentimiento de culpa. De soledad. Son como una idea voladora cuyo revoloteo incierto en cada guiñada interrumpida bruscamente, derramara la sospecha de no tener nada nuevo que decir. Al menos notifica de esta manera, no ser coherente con el aire falseador de filiaciones nocturnales. Ya que lo hemos visto perder en la abundancia de sus recorridos copiosos de amaneceres, lo que no alcanza a ganar con la multitud de movimientos luminosos, voladores, inasibles como la vida misma, tan volátil como resplandeciente en su transcurrir, en su vuelo. Las mismas manifestaciones literarias surgidas a su amparo, son tan solo chispas de lógica ordinaria al revelar a secas, la ilusión de un microcosmos artificial, un decorado ambiental, un mito, un sueño convertido en parpadeo incesante diluido en la vaporosa simplificación del movimiento de luces nocturnales que se encienden, que se apagan, donde la magia, por momentos, brota a borbotones como cuando en primavera nace un arroyo en la montaña. Como cuando nosotros, los humanos, al lomo de una mula hacemos un recorrido anochecido primero, después contagiado de amanecer por el costado del cerro y queremos, por inercia, más que por influencia, guardar en la memoria aquella alegoría fantasmal para posteriormente tener algo que escribir, algo que contar sobre la vida y manera de comportarse de los cocuyos, luciérnagas, dirán los escritores, canelillas, mencionarán los profesores de primaria, son coleópteros mencionarán los sabios, Los entendidos de letras y sus significados, solo que algo sucedió. La literatura incierta, remedo de todo, no resultó novela, cuento, ensayo, tan solo un puño de letras representativas del absurdo. De aquellas atiborradas al mismo tiempo de gracia y de desgracia. De talento y necedad, de pena y de alivio. Tal cual sucede en el mundo alucinante del parpadeo de los cocuyos. Todo un dilema. Comparativamente similar al bajar y subir tembloroso, estentóreo, de las ardillas cuando con una mazorca sustraída de la custodia del ranchero, festejan esta hazaña con su singular manera de trepar, de subir, de bajar. De corretear por el ramaje de los árboles. De repente. La magia se anunció con el mugido prolongado de un toro. Con el relinchar alocado de un potro y la algarabía inusual de todos los animales de pelo, de pluma. Así, igual de inusitado fue el comportamiento de los perros que a ratos más que ladrar aullaban. Un Pastor Alemán gruñía, chillaba, se retorcía como si se hubiera tragado un fierro caliente. Los demás daban vueltas como si se fueran a echar o trataran de morderse su propia cola. Un dinamismo de excepcional agitación se adueñó del entorno hasta hacía un momento tranquilo. Decir torbellino es faltar a la verdad. Fue un huracán de pasiones. De gestos. De acciones. Los vacunos correteaban cual, si les hubieran picado los tábanos, con la cabeza gacha y la cola levantada, los equinos se revolcaban relinchando aun estando “colgados” de la rama que les proporciona sombra igual que cuando les pega o tienen torzón, Los gansos, no. Los gansos parecían haber enloquecido, graznaban, aleteaban, volaban hacia el norte y sin razón aparente doblaban hacia el sur. Más vertiginoso que los mismos acontecimientos corrí por mi cámara para tomar fotografías de comportamiento tan insólito. Solo alcance a tomar dos (las anexo) porque aquella ebullición, animación, desenfreno, pasó como pasan las centellas en los aguaceros de mayo. Rápido. Muy rápido. Las ardillas con sus característicos brinquitos estertóreos se regresaron por donde vinieron. Igual, si la de adelante se detenía, se detenían al instante las demás, la última volteaba la cabeza escudriñando el trecho avanzado como certificando que no existiera algún peligro en la retaguardia. Ya en la rama de la mora se reunieron unas frente a las otras gesticulando. Era evidente que aforaban las consecuencias de un plan que no funcionó totalmente como lo concibieron. Una cosa quedó clara. Nunca fue su intención dañar al vaquero ni a las visitas, el y ellas, como en la foto, fueron engullidos por el perro pastor alemán y por el potrillo negro colgado de la rama que le proporcionaba sombra, al que observé revolcarse como si le hubieran picado los tábanos. La mímica de los coleópteros demostró que al que querían perjudicar realmente era al vecino que siempre las apedrea con el chalpe, resortera decían los chiquillos de mi pueblo. Ahora cada que vienen las espero cámara en mano para captar todas y cada una de las diabluras de que son capaces estos hermosos animalitos de raros comportamientos. Cuidado con las ardillas, son, como otras, una especie en extinción. Este es un canto a las ardillas que a diario vienen a convivir con nosotros. Al igual que los que aquí vivimos aparecen de repente bien formaditas para disfrutar de la sombra y frescura que proporcionan los palos verdes o palos mono. Gracias, ardillas, por existir. Palo Verde, Rancho Nuevo, Carranza, Vega de Alatorre, Veracruz, México.