Ventana del día.

 

Desde la mañana ha estado asomándose; intentando ver algo que la incomoda, la perturba y que aún no sabe qué es. Va al comedor. Escoge una manzana del frutero y vuelve mordisqueando la pureza de la creación silvestre, para mirar lo que ocurre hacia fuera. Sube a la alcoba, recoge la ropa sucia para echarla a la lavadora y retorna abrazada en el manojo de coloridas telas, para esperar que algo suceda. Realiza algunos domésticos quehaceres: Empieza a hacer la sopa, chispea el choque del arroz recién escurrido al caer en el trasto con aceite. Lava platos y cucharillas. Contesta la llamada insistente del teléfono. Mientras habla prosigue las labores. Cada vez que puede observa a lo lejos y trata de entender los diferentes sonidos que provienen de la calle. Ya entrada la tarde, no enciende la radio ni canta algún viejo bolero de costumbre, para no perturbar el tráfago citadino en que autos y transeúntes desconciertan al silencio. Se acomoda en el polvoriento sofá. Da luz a la lámpara de piso y continúa la lectura del libro que inició ayer. De cuando en cuando, se levanta y otea a izquierda y a derecha. Al anochecer le echa llave a la puerta, corre los cerrojos de seguridad y prende las lámparas del pórtico. Se escucha el agitado paso raudo de una patrulla que deja en los muros franjas rojas y azules, que destellan y desaparecen. No le da tiempo de acercarse y camina despacio para alcanzar a imaginar lo que sucede. Da unos sorbos al té de anís con miel. Recuerda el sabor de los aromáticos dulces de su infancia. Más tarde, furiosos y entrometidos, por todos los rincones de la casa, ululan los gemidos de una sirena de ambulancia, cuya luz va dejando un remolino de incendio que al avanzar en el tráfico se apaga. Trata de imaginar qué habrá pasado, implora un Padrenuestro y se santigua elevando la mirada hacia el fondo del cielo. Un poco antes de que suenen las doce de la noche apaga las luces. Se asoma por última vez. Husmea cuidadosa en la penumbra y se retira acongojada. Como sabe que es de cotidiana ancestral fatalidad, no quiere ver atravesar ante sus ojos el maltrecho día que ya termina.

 

 

Manuel Antonio Santiago.

Foto de Víctor León.