EL ARTE DE GOBERNAR 

 

¡Deme su bendición! 

 

DANIEL BADILLO 

 

Me daba su bendición mañana, tarde y noche. Al salir a trabajar, antes de abrir la puerta, estaba allí. Parada. Con su sonrisa de niña. Con los ojos entreabiertos y su pelo cano, viendo mi cara. Y me daba su bendición. Al regresar a comer y antes de salir, me volvía a dar su bendición. Al anochecer, antes de dormir allí estaba su bendición. Nada mejor que recibir de ella su cariño sincero desde niño, sellado con una bendición. Como aquella vez, de madrugada, tendría yo unos cinco años, y una hemorragia profusa por la nariz que no paraba. Como pudo me llevó a la clínica del IMSS en mi maravilloso Coatepec. En urgencias me recostaron en una cama y con unas tenazas, el doctor y la enfermera sacaron de mi nariz un coágulo y otro, y otro más que recuerdo hasta estos días.

 

Juanita me tomó en sus brazos y poco a poco subimos las escaleras de la clínica. Serían las dos o tres de la mañana. Hacía frío. Sentada conmigo en sus brazos, un taxista la reconoció a lo lejos. “Qué haces aquí mujer”. Le dijo con voz familiar. Súbete y vámonos, a dónde te llevo. El taxista descendió del vehículo y me recostó en el asiento de atrás. No había celulares. Ni internet. Ni nada. La presencia del taxista, entre la bruma de esa noche, fue como un milagro. Vivíamos frente a la Caja de Agua, en mi precioso Coatepec. Y de nuevo la bendición antes de dormir, luego de la angustia por la sangre que había teñido mi cara de rojo.

 

En estos días de guardar, Juanita se conmovía por la muerte de Cristo. Eran días muy tristes. Sobre todo, el Viernes Santo. Sufría en silencio como la mejor devota de su fe. Llovía. Siempre llovía ese viernes. Y las nubes oscurecían la ciudad. Y Juanita se sentaba en una pequeña mesa que apuradamente cabía en aquel cuarto de cuatro por cuatro metros, en el patio de vecindad de Hernández y Hernández. Conmovida casi hasta el llanto, Juanita rezaba en silencio recordando el sacrificio más grande que ha tenido la humanidad. Niño, como era yo, no alcanzaba a entender ese silencio y esa mirada triste hacia el cielo, de Juanita.

 

A la distancia, su bendición me sigue acompañando. Ya no está, pero sigue lloviendo el Viernes Santo. Y vuelvo mis pasos atrás. A mi niñez. A esa pequeña morada que nos dio un techo frente a la Caja de Agua. A esos días de guardar que Juanita respetaba con solemnidad. Al olor a café negro y a la tortilla con manteca y sal que era la merienda de la tarde, pobres como éramos. Al olor a tierra mojada por la lluvia de los viernes santos. A recorrer mi ciudad desde ese lugar hasta mi extraordinaria escuela Enríquez. A elevar papalotes con Miguel y con los chamacos del barrio. A jugar en el campo deportivo. A caminar hasta el Cerro de las Culebras. Vuelvo mis pasos atrás y de mi memoria afloran los recuerdos uno a uno en estos días de guardar. Es como si nunca hubiera pasado el tiempo y sintiera en el rostro las manos cálidas de Juanita dándome su bendición.