Vargas Llosa, Luis Mandoki y el café Don Justo en una fría tarde xalapeña

Marco Aurelio González Gama
Mi historiadora de cabecera, hasta clases de cocina española me da, sobre todo de Asturias —Adriana, es una prodigiosa estudiosa de la historia del pueblo y de otras cosas sacrosantas—, me mandó un video corto de esos que suelen circular en las redes sociales, sobre todo en WhatsApp, muy simpático, se los voy a reseñar, a ver si me sale. A la sazón, se encontraban en un coloquio dedicado a Mario Vargas Llosa, además del extraordinario escritor peruano, Arturo Pérez-Reverte y el recién fallecido Javier Marías, más la señorita moderadora que no alcanzo a distinguir quién es; en primer lugar hace uso de la voz Pérez-Reverte y queriendo agradar a Mario, palabras más, palabras menos, le suelta un comentario un tanto imprudente: «A ver, Mario, qué se siente ser el último mohicano… —se escuchan discretas risas entre el público presente—, el último de una saga de escritores que cubrieron una época y un momento de la historia de la literatura contemporánea, y qué se siente ser el último que apagará la luz, porque, eeeh eeeh eeeh (no nos hagamos tontos), todos sabemos que… que… que, bueno, que… que… que, ese momento algún día llegará (o sea, cuando peles gallo, solo le faltó decir a P-R)…», ante el enredo retórico del autor de novelas clásicas como ‘El capitán Alatriste’, Mario, un tanto incómodo en su silla irrumpió mirando al auditorio, para decir, entre mordaz y divertido: «… claramente se ve que no es mi amigo, ¡aaah! ¡aaah!, salen unas cosas perversas de las cosas buenas…», lo que provoca hilaridad, aplausos y una aclamación de la moderadora y del público asistente como resultado del involuntario desliz de Pérez-Reverte y el comentario del homenajeado, cuando en eso tercia Marías, obligadamente se entiende, como para destensar el bochornoso momento, y dirigiéndose a Mario, le dice, «bueno, Mario, al menos Arturo tuvo la decencia de decir que tú apagarías la luz y no que te la iban a apagar…», provocando nuevamente sonoras carcajadas entre el público asistente, en eso, ante un Pérez-Reverte visiblemente sonrojado, Vargas Llosa toma el micrófono para contar una anécdota como para recalcar lo que es a veces la insoportable levedad del ser, como diría Kundera. «Miren, miren, cierta vez que iba viajando en un avión, en un momento dado me levanté al sanitario, y al salir de éste un pasajero me salió el paso para decirme, que qué suerte había tenido de encontrarme en el avión, porque era un gran admirador de mi obra literaria, es más, que uno de mis libros le había cambiado la vida por completo…, ése libro era ‘Cien años de soledad’, un libro maravilloso, según él, bueno, pues ya se imaginarán la cara de incredulidad que puse, no sabía qué hacer, si reír o llorar…», y otra vez el público irrumpió en la sala a carcajada limpia ante la incómoda situación en la que se vio inmerso esta vez el autor de ‘La ciudad y los perros’. Bueno, pues hasta aquí el relato del video, lo más curioso es que algo parecido le sucedió a este escribiente de marras. Como diría el clásico, no están ustedes para saberlo ni yo para contarlo, pero ahí va lo ocurrido. Hace como 20 años o tal vez más, en una tarde fría y de neblina muy típica de Xalapa, acudí junto con Laura mi compañera al café Don Justo que, ustedes recordarán, estaba ubicado en el acceso principal de Plaza Ánimas. Sólo una mesa estaba ocupada por una pareja de parroquianos en apariencia desconocidos, y ya estando en el deguste del aromático, como no queriendo la cosa volteé a ver discretamente al enigmático par, fue entonces que me percaté que el varón se trataba ni más ni menos que del cineasta Luis Mandoki. Al pedir la cuenta y pagarla, le dije a Laura, «ven, vamos a saludar a este señor y a su pareja ya que es todo un personaje del cine, es mexicano pero con una filmografía importante en los Estados Unidos», la cosa es que antes de salir del café nos apersonamos en la mesa del célebre cineasta y su pareja, y que les suelto con la cortesía por delante, of course, «muy buenas tardes, perdonen la interrupción —estaban acurrucaditos por el frío, muy acaramelados—, ¿tú eres Luis Mandoki, verdad?, con cara de asombro asentó con la cabeza, entonces que les extendemos la mano para saludarlos, con las presentaciones de rigor, y enseguida que le digo, muy ufano: soy un gran seguidor de tus películas en Hollywood —el pelirrojo director por esas fechas ya tenía siete u ocho títulos dirigidos en la Meca del cine, el más célebre ‘Mirada de ángel’ (Angeles Eyes, 2001) con Jennifer López—, en especial me gustan fulana, sutana y perengana, hasta ahí todo parecía ir bien, un tanto sorprendido me agradeció el detalle, el problema, eeeh eeeh eeeh…, el problema es el problema, como dijera Arjona, es que todas las películas que le recitó este aprendiz de cinéfilo, oh mi dios, oh mi dios, ¡todas eran de Cuarón!, que en esos tiempos también hacía sus pininos en los Estados Unidos. ¡Pufff!, como diría un amigo, ¡ansias de novillero!, el torero se metió al ruedo de espontáneo y salió corneado. Ustedes perdonen, y Luis Mandoki también, las peores cosas, a veces, se hacen con las mejores intenciones.